Tesis doctoral


I. 3. 2. Feminización y masculinización del trabajo



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I. 3. 2. Feminización y masculinización del trabajo
Otro fenómeno al que nos hemos de referir es al de la “masculinización” y “feminización” de determinados oficios y tareas. A finales del siglo XVIII resultaba mucho menos habitual que en épocas anteriores encontrar en Inglaterra mujeres que desempeñaran el oficio de herreros, carpinteros, albañiles y toneleros, mientras que, por contra, el servicio doméstico se había “feminizado” y habían cobrado importancia entre las posibles ocupaciones femeninas los llamados oficios de mujer, que incluían a sombrereras, costureras, y modistas (Hill, 1989: 260). El “trabajo femenino” se solía remunerar como tal, es decir, resultaba más barato. En este sentido, Molina Petit afirma lo siguiente:

En la medida en que se establece así una jerarquía de valores para los espacios del hombre y de la mujer, existe, podríamos decir, un cierto feedback en todo el mecanismo, y el hecho de que la mujer ocupe un determinado espacio hace que se desvalorice inmediatamente esa parcela. (1994: 25)


El servicio doméstico se fue convirtiendo en la ocupación femenina más significativa, especialmente en el caso de las mujeres solteras. A esto contribuía no sólo la disminución de oportunidades en otros campos, sino la creencia de que servir ayudaba a ascender en la escala social, aunque sólo fuera porque implicaba cercanía a miembros de una clase superior. El aumento de la demanda de sirvientes reflejaba también la creciente holgura económica de ciertos sectores de la sociedad urbana y el bajo precio del trabajo que se ofrecía. El empleo en este campo se solía conseguir a través de contactos familiares y de personas conocidas del ámbito rural.

Frente al “trabajo femenino” poco valorado socialmente, Peter Earle subraya que la presencia de las mujeres en el ámbito empresarial de Londres era mayor de lo que se suele suponer dado que se encontraban al frente de entre el 5 y el 10% de los establecimientos comerciales de la ciudad. Reconoce, sin embargo, el fenómeno de la “feminización” del trabajo en el sentido de que la presencia femenina se concentraba casi exclusivamente en determinados tipos de negocio, como el de la restauración, venta de ropa, textiles, porcelana, perfumes, etc. Por el mismo motivo, eran pocas las viudas que continuaban con el negocio de su marido si no se percibía como adecuado para su sexo (1989: 173). Hay que añadir que las mujeres solían participar o hacerse cargo de dichos negocios sólo en calidad de esposas, hijas o viudas. Estas últimas, por ejemplo, parecen haber tenido un considerable protagonismo en la publicación y venta de libros (Turner 1992: 221). En cualquier caso, el emprender un negocio fue resultando cada vez más costoso para la población en general, dado que, por el propio desarrollo del capitalismo, se requerían inversiones cada vez mayores en cualquier rama de la industria londinense. A mediados de siglo, con la excepción de algunos oficios artesanos, se necesitaban al menos 100 libras para iniciar cualquier negocio, mientras que para poder contar con un establecimiento se requerían al menos 500 libras (Earle, 1989: 106).

Earle destaca asimismo la importancia que adquirieron las mujeres, especialmente las viudas, en los campos del préstamo o la inversión, en los que a menudo se valían de los servicios de un agente (“scrivener”). Así, por ejemplo, las viudas que carecían de los conocimientos necesarios para hacerse cargo de un negocio solían invertir el dinero que habían heredado en el mercado inmobiliario (especialmente en casas de las que pudieran obtener una renta), o en el mercado hipotecario o de bonos, en el que llegaron a jugar un papel fundamental (Ibid.:50-1 y 169-174). Hay que destacar, de hecho, que existía un número considerable de mujeres accionistas, como se demostró en 1720 con el escándalo de la South Sea Bubble, cuando mujeres tan conocidas como la duquesa de Marlborough o la duquesa de Kendal se hicieron con una fortuna mientras otras, como Mary Astell o Lady Mary Wortley Montagu, se arruinaron. Hay que tener en cuenta que, en el momento en el que se produjo dicha crisis financiera, septiembre de 1720, no se habían regularizado todavía ni legal ni políticamente las acciones y los bonos; no se gravaban, se podían vender con total libertad y constituían una forma de riqueza que las mujeres podían poseer con independencia de sus maridos (Clery, 2004: 56).

Otra actividad particularmente apropiada para las mujeres era la de alojar huéspedes en sus casas. Dicha actividad les permitía beneficiarse económicamente de sus habilidades domésticas, ya que además de cobrar la renta en sí podían cobrar cantidades adicionales por preparar la comida, lavar la ropa, etc.

La enseñanza era otro sector profesional en el que la mujer fue adquiriendo mayor protagonismo, ya fuera dirigiendo colegios femeninos, enseñando a los hijos de las clases privilegiadas, o incluso tomando parte en los debates públicos sobre los principios que habían de regirla y los contenidos que debía incluir (Turner, 1992: 73). Destaca, por ejemplo, el inicio, a finales del siglo XVII, del movimiento inspirado por la “Society for the Promotion of Christian Knowledge”, en el que las mujeres jugaron un papel relevante, ya fuera como profesoras o benefactoras. Dicho movimiento, destinado a combatir la relajación moral de la época, promovió la fundación de numerosos colegios (“charity schools”) destinados a los huérfanos y a los hijos e hijas de los pobres, a los que se preparaba para desempeñar un oficio como sirvientes o aprendices24.

La mujer podía asimismo realizar ciertas actividades artísticas de manera remunerada, como pintar miniaturas, retratos, o piezas históricas, actuar y, sobre todo, escribir, una de las pocas ocupaciones posibles para las mujeres procedentes de los sectores medios de la sociedad. Dado que la mayoría de las mujeres no tenían acceso a una formación clásica, las escritoras se vieron obligadas a decantarse por la novela, un género denostado por los puristas en el que llegaron a dominar el mercado. Para muchas de ellas el hecho de poder obtener una remuneración25 fue un factor clave a la hora de decidirse a iniciar una actividad que podía atraer la reprobación pública y la pérdida de su reputación.

Destacamos también que el mundo editorial era un sector profesional en donde la mujer gozaba de un considerable protagonismo, no sólo como escritoras y lectoras sino como propietarias de imprentas, editoras, libreras, encuadernadoras o vendedoras de publicaciones periódicas y panfletos. Paula McDowell cree que al haber pasado dicho protagonismo relativamente desapercibido hasta ahora, se ha infravalorado la influencia femenina en la formación de los gustos literarios, los hábitos culturales y la opinión pública (2000: 135-41).

Por último, mencionaremos como actividad profesional peculiarmente femenina la prostitución, a la que se vieron abocadas numerosas mujeres en vista de las pocas oportunidades laborales que se les ofrecía, la escasa preparación a la que tenían acceso, su desamparo legal y la creciente dificultad para contraer matrimonio.

Otro fenómeno que merece nuestra atención es lo que Bridget Hill ha denominado “invisibilidad” del trabajo femenino. Hill se refiere especialmente al sector de los servicios, el que más posibilidades laborales ofrecía a la mujer en los primeros estadios de la industrialización. Así, se ha venido ignorando la labor de las lavanderas, las limpiadoras (“charwomen”), las vendedoras ambulantes, las buhoneras, etc. Esta omisión puede deberse a la naturaleza poco atractiva de estos trabajos, al hecho de que solían ser ocupaciones temporales o estacionales, al aislamiento asociado al ámbito doméstico, a la movilidad propia de algunas de estas profesiones o, por último, al hecho de que estas ocupaciones ponen en evidencia los prejuicios de los historiadores con respecto a la industrialización y al papel que la mujer pudo jugar en ella (1989: 172). Por otra parte, se advierte una reducción progresiva de la “visibilidad” del trabajo femenino entre los sectores medios de la población. La creciente importancia que adquirieron valores tales como el decoro o pudor en la reputación de las mujeres hacía conveniente que las actividades que pudieran desarrollar no estuvieran a la vista y no se las pudieran identificar, por tanto, como agentes económicos independientes.



I. 4. LA SITUACIÓN LEGAL DE LA MUJER
El sistema legal constituía, en su conjunto, un instrumento del poder masculino, a menudo disfrazado de paternalismo necesario y protector. Una de las consecuencias más graves que se derivaban de esta situación era la “infantilización” permanente de la mujer, sometida de continuo a la tutela masculina. El padre, primero, y el marido después, eran los responsables legales de la mujer. Sin embargo, se ha de tener en cuenta que la ley establecía diferencias entre las mujeres según su estado civil, siendo considerablemente más favorable a la mujer soltera o a la viuda que a la mujer casada. La sociedad definía, pues, a la mujer en virtud de su relación con el hombre.

I. 4. 1. La mujer casada
Como expusimos anteriormente, la mujer casada carecía casi por completo de personalidad civil en Inglaterra dado que su propia existencia legal se suspendía e incorporaba a la de su marido al contraer matrimonio (véase el apartado “La mujer y el matrimonio”, pag. 62). Mary Astell, en The Hardships of the English Laws in relation to Wives (1735), denunció esta concepción del matrimonio, afirmando que la mujer inglesa se encontraba en peor situación incluso que la mujer musulmana:

supposing a Man no Christian, he may be as Despotick (excepting the Power over Life itself) as the Grand Seignior in his Seraglio, with this Difference only, that the English Husband has but one Vassal to treat according to his variable Humour, whereas the Grand Seignior having many, it may be supposed, that some of them, at some Times may be suffered to be at quiet (cit. en Jones, 1990: 218, cursivas en el original)


En esa misma obra, Astell resumía la desprotección jurídica de la mujer inglesa en los siguientes términos:

I. That the Estate of Wives is more disadvantagous than Slavery itself.


  1. That Wives may be made Prisoners for Life at the Discretion of their Domestick Governors, whose Power, as we at present apprehend, bears no Manner of Proportion to that Degree of Authority, which is vested in any other Set of Men in England26 (...)

  2. That Wives have no Property, neither in their own Persons, Children, or Fortunes. (Ibidem, cursivas en el original).

Por lo que respecta a este último punto, hemos de tener en cuenta que, incluso antes de contraer matrimonio, una mujer no podía donar parte de su patrimonio si estaba prometida (Scheuermann, 1993: 9). Una vez casada, la mujer no tenía derecho a emprender acciones legales27 ni a firmar contratos. Sus bienes muebles (“personal property”) quedaban a entera disposición de su marido salvo su ropa y ornamentos propios de su rango; quedaban también a entera disposición del mismo las rentas correspondientes a los bienes inmuebles (“real property”) que pudiera poseer (Trumbach, 1978: 80-81). Las propias novelas que escribían las escritoras casadas eran legalmente propiedad literaria de sus maridos, así como cualquier beneficio que se pudiera obtener con su publicación (Turner, 1992: 100). Por otra parte, una mujer casada sólo podía hacer testamento durante su matrimonio con el permiso de su cónyuge, y él podía no respetarlo. Si la mujer hacía testamento antes de casarse, su matrimonio lo revocaba (Trumbach, 1978: 83). Esta situación no cambió hasta la aprobación de la Ley de Propiedad de la Mujer Casada (“Married Women´s Property Act”) en 1882.

A pesar de lo expuesto, MacFarlane cree que la mujer casada ni perdía su identidad ni quedaba desposeída de un modo tan absoluto. El matrimonio no implicaba una “común unión” (“community”) en la que la esposa, además de perder su apellido, era “absorbida” por su marido en cuanto a identidad y propiedades, sino que es más exacto verla como “sumergida temporalmente” o covert. Si poseía propiedades inmuebles, el marido tenía derecho a su usufructo, pero si ella enviudaba volvía a “emerger” como una mujer relativamente libre e independiente. Podría considerarse, pues, que el derecho inglés reconocía ciertos derechos de propiedad inalienables de la mujer, incluso en el seno del matrimonio (1986: 288-9).

Por lo que respecta a sus propios hijos, la mujer carecía de derechos legales con respecto a ellos. Si los hijos eran legítimos, era el marido el que podía nombrar a sus tutores o impedir su matrimonio mientras fueran menores de edad. En el caso de que los hijos fueran ilegítimos, tampoco pertenecían legalmente a la madre, sino al Estado, que tenía la potestad de nombrar a sus tutores (Trumbach, 1978: 160).


Ante esta situación de desprotección legal de la mujer y dada la práctica imposibilidad de disolver legalmente el vínculo matrimonial, las capitulaciones matrimoniales (“marriage settlements”) suponían un factor de vital importancia a la hora de garantizarle a la mujer una mínima autonomía en sus gastos o el bienestar económico en caso de enviudar. De la negociación de dichas capitulaciones se solían encargar los miembros masculinos de la familia de la novia. Mediante un contrato prenupcial se solía establecer la cantidad anual que el marido le había de conceder a su mujer para gastos personales tales como adquirir ropa o dar propinas a los sirvientes, pero en ningún caso para adquirir alimentos o pagar el alquiler de la casa. A esto se le denominó, desde finales del siglo XVII, “pin-money” y constituía el único patrimonio sobre el que la mujer mantenía el control una vez casada. Por otra parte, dicha asignación reflejaba una tendencia a concebir el matrimonio como contractual. Igualmente, se podía establecer en las capitulaciones matrimoniales una provisión que garantizase el bienestar económico de la mujer en el caso de enviudar. Esta provisión solía ser en forma de “jointure” entre las grandes familias terratenientes y en ciertos círculos de negocios londinenses, pero no entre los sectores medios en general (Earle, 1989: 196). La “jointure” era una cantidad anual fijada de antemano, que solía corresponder a un tercio de los bienes muebles (“personal estate”) del marido. Trumbach, refiriéndose a la aristocracia, afirma que la cuantía de la “jointure” solía fijarse en base a la dote que la esposa aportara, en una proporción de 100 libras de “jointure” por cada 1.000 de dote (1978: 82). Así, el tener una hija le suponía a la familia a la que pertenecía una pérdida de recursos, si bien también es cierto que una alianza adecuada podía elevar el status familiar. La dependencia económica de una mujer podía ser, pues, una cuestión minuciosamente negociada.
El establecimiento de una “jointure” pudo haber resultado innecesario en algunos casos, dado que en el “common law” existía un derecho automático de viudedad o cuota vidual (“dower”) por el que una viuda disfrutaba de por vida del usufructo de un tercio de la propiedad absoluta (“freehold estate”) de su marido. Este derecho se reconocía en Inglaterra desde tiempos de los anglosajones, y fue abolido en 1833. La única limitación que conllevaba era que la cantidad establecida había de dedicarse al sustento de la viuda y a la manutención y educación de los hijos menores (MacFarlane, 1986: 282). La viuda tenía derecho a dicha cuota incluso si se casaba de nuevo. Sin embargo, a lo largo del tiempo aumentaron las disposiciones legales que impedían a una viuda reclamar su derecho de “dower”. Dichas disposiciones se establecieron en “equity”28, a pesar de que anteriormente en base a dicha parte del derecho inglés se había establecido, por ejemplo, el “pin-money”. En Chaplin v. Chaplin (1733), por ejemplo, se decidió que no se podía aplicar un derecho de “dower” a una propiedad poseída en calidad de fideicomiso (“held in trust”). Se daba en este caso un agravio comparativo que demostraba el doble rasero con el que la sociedad juzgaba a hombres y mujeres, puesto que sí existía para un viudo el derecho de “curtesy”29 sobre una propiedad de las mismas características. Otro modo de eliminar la posibilidad de “dower” era establecer la transmisión de bienes inmuebles no en “fee simple”, que implicaba posesión absoluta, sino en “fee tail male”, que implicaba que el heredero, necesariamente varón, podía disfrutar de sus bienes y de los beneficios que le reportaran, pero no ponerlos a la venta. Al no tratarse de una posesión absoluta, la viuda no podía reclamar su cuota (Staves, 1990: 37 y 60-4).

Algunos autores, entre quienes se encuentra MacFarlane, consideran que la eventual sustitución de la “dower” por la “jointure” se adaptaba mejor a los nuevos tiempos dado que, por una parte, la “jointure” permitía alienar la tierra y, por otra, solía establecerse en términos más generosos que la “dower”. Susan Staves, sin embargo, afirma lo contrario. Al asignársele una “jointure”, la mujer quedaba privada de reclamar su derecho de “dower” no sólo con respecto a la tierra que su marido poseyera en el momento de casarse, sino a la que pudiera corresponderle después por donación, herencia o compra, con lo que la “jointure” podía equivaler a una cantidad muy inferior a la posible “dower”. Por otra parte, las capitulaciones matrimoniales y los testamentos eran a menudo objeto de disputas legales, y aún en el caso de que la viuda lograra acceder a la “jointure”, distintas motivaciones familiares y presiones sociales podían hacer que cediera la totalidad, o al menos parte, al heredero o a otros miembros de la familia (Ibid.: 98-115). En cualquier caso, una viuda sólo tenía derecho a “dower” si su marido había poseído propiedades absolutas, de las que no disfrutaban la mayoría de la población. Las propiedades definidas como “copyhold” no eran susceptibles de cuota viudal, a menos que existiera en la zona la costumbre denominada “free bench”, en cuyo caso los derechos de la viuda solían consistir en el usufructo de la mitad o incluso la totalidad de la tierra de la que disponía el marido en el momento de su muerte (MacFarlane, 1986: 283 y Staves, 1990: 103). Así mismo, la Costumbre de Londres (“Custom of London”) establecía una provisión equivalente a un tercio de los bienes muebles del marido.

Si un matrimonio decidía separarse, podía establecerse un contrato de manutención separada (“separate maintenance contract”), es decir, un contrato privado entre el marido y la mujer. Mediante el mismo, el marido acordaba dejar que la esposa viviera separada de él sin molestarla, así como asignarle a ella o a sus fideicomisarios (“trustees”) una cantidad anual. A cambio, los fideicomisarios de la esposa podían acordar indemnizarle por las posibles deudas que hubiera contraído la misma. También se podía llegar a un acuerdo con respecto a los hijos, siendo lo acostumbrado que el marido dejara que los hijos menores siguieran viviendo con su esposa, aunque legalmente él tenía su custodia. Por otra parte, ha de tenerse en cuenta que el “contrato de manutención separada”, al igual que el “pin-money” o la “jointure”, no han de entenderse necesariamente como un menoscabo del sistema patriarcal. A éste no le interesaba que la mujer quedara tan desprovista que perdiera la vida o no pudiera realizar sus funciones de esposa o madre competente. Se establecieron por ello algunas reglas para asegurar que la mujer de un hombre no se convirtiera en una carga pública para otros (Staves, 1990: 163-6).

A pesar del rigor con el que la ley trataba a la mujer casada, algunas consiguieron disfrutar de una considerable independencia económica. El régimen legal que se refería a sus propiedades se establecía fundamentalmente en base al “common law”, pero existían también un conjunto de disposiciones legales en la parte del derecho inglés denominada “equity” que fueron permitiendo a la mujer casada poseer sus propios bienes a lo largo de los siglos XVI y XVII (véase el apartado “Fisuras en el patriarcado”, pag.s 103-7). Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVIII, y especialmente después de la Revolución Francesa, se produjo una reacción conservadora en el pensamiento político y legal inglés que fue anulando las disposiciones legales favorables a la mujer casada.




I. 4. 2. La mujer soltera y la viuda
Nos hemos referido anteriormente a cómo los derechos legales de la mujer sobre su patrimonio dependían de su estado civil. A diferencia de la mujer casada, a la soltera y a la viuda se les reconocía su propia identidad legal, lo que les permitía ejercer el control de sus bienes. Así, la mujer que carecía de marido por uno u otro motivo constituía en cierto sentido una categoría exclusiva (pero también excluida) de mujer (Hill, 1989: 221).

La mujer soltera era, a efectos legales, una feme sole, por lo que podía establecer un negocio (a partir de los veintiún años), firmar contratos y litigar. De hecho, un número considerable de solteras procedentes de los sectores medios de la sociedad podían beneficiarse de su independencia legal, dado que era costumbre que los padres estipularan una cantidad que se les cedía a las hijas o bien al contraer matrimonio o bien al cumplir veintiún años, según lo que ocurriera antes (Earle, 1989: 158). Sin embargo, la mujer soltera de una cierta edad era una fracasada desde el punto de vista social. Parte de la responsabilidad de ese fracaso les correspondía a sus padres y a sus familias, que las relegaban a una cierta oscuridad con el fin de que no se advirtiera, incluso, su existencia.



La creciente presencia de mujeres solteras en el ámbito urbano constituía un nuevo fenómeno social. Entre las mujeres de lo que podríamos considerar como clase alta el porcentaje de solteras aumentó desde menos del cinco por ciento en el siglo XVI hasta entre el veinte y el veinticinco por ciento en el XVIII (Stone, 1979: 243). Esto se explica, al menos en parte, por el mayor coste de las dotes matrimoniales y por el bajo índice de nupcialidad de los solteros no primogénitos. En efecto, durante el siglo XVIII se produjo un considerable aumento del número de “hijos menores” de la nobleza y de la “gentry” que no podían permitirse contraer matrimonio sin sacrificar su estilo de vida. La tendencia masculina a la soltería o al matrimonio tardío se debía a motivos económicos tales como la progresiva rigidez de los arreglos patrimoniales, que obligaba a los hijos no primogénitos a intentar prosperar a partir de una pequeña anualidad. Por otra parte, las aristócratas y las mujeres de clase media se casaban en menor proporción que las de la clase trabajadora porque estas últimas podían contribuir activamente a acumular sus propias dotes y no estaban tan limitadas por la necesidad de mantener un status determinado.
Por lo que respecta a la viuda, en una sociedad que definía a la mujer por su relación con un hombre la pérdida del marido era un acontecimiento de enormes consecuencias sociales, económicas y psicológicas. Sin embargo, la viuda, feme sole al igual que la soltera, era la mujer más “libre”, dado que su condición le confería una personalidad civil y jurídica plena. Como hemos visto anteriormente, cuando una mujer se casaba, la totalidad de sus bienes muebles y las rentas y beneficios que se pudieran obtener de sus bienes inmuebles quedaban a entera disposición de su marido. Sin embargo, si ella enviudaba, volvía a “emerger” como una mujer relativamente libre e independiente. El grado de libertad de que podía disfrutar estaba sin embargo ligado, obviamente, a su situación económica. Hemos visto que era habitual la provisión de una cantidad para garantizar la autonomía económica de la viuda, ya fuera en forma de “jointure”, una cantidad anual que en ámbitos sociales privilegiados se solía establecer en las capitulaciones matrimoniales, o en forma de “dower”, una cuota viudal establecida según el “common law” que solía consistir en el usufructo de un tercio de la propiedad absoluta del marido. Así mismo, la Costumbre de Londres (“Custom of London”) establecía una provisión equivalente a un tercio de los bienes muebles del marido. Según esta misma costumbre, si el hombre moría sin hacer testamento, su tercio de libre disposición (“dead man´s share”) se solía dividir a partes iguales entre la viuda y los hijos (Earle, 1989: 160 y 314). De hecho, este sistema de partición entre hijos y viuda era lo habitual, ya se hubieran establecido disposiciones prenupciales y testamentos o no (Ibid.: 314-5). Sin embargo, con respecto a los bienes inmuebles los sectores medios de la población solían regirse, al igual que la aristocracia, por la ley de la primogenitura, que discriminaba a la mujer. En cuanto a la casa familiar, a la viuda se le daban cuarenta días o “quarantine” para permanecer en ella mientras el heredero le asignaba otro alojamiento y su provisión económica. En caso de permanecer en la casa, la viuda se convertía en inquilina o arrendataria del heredero. En Londres existía una costumbre específica con respecto a la habitación de la viuda (“widow´s chamber”) que le otorgaba derechos sobre la habitación en la que había dormido habitualmente (MacFarlane, 1986: 282).

La viuda podía volver a contraer matrimonio según su voluntad, aunque no estaba bien visto socialmente, y menos si no se respetaba un periodo de luto de al menos un año. Si se decidía a contraer segundas nupcias, podía ceder sus bienes a unos fideicomisarios (“trustees”) sin el consentimiento e incluso el conocimiento de su futuro marido, siempre y cuando fuera en beneficio de los hijos de su anterior matrimonio. Si lo hacía en su propio beneficio, dicha práctica se consideraba fraudulenta (Staves, 1990: 51-2).

Resulta evidente que, frente a una viuda que disfrutase de una posición económica holgada y que gozara de una cierta autonomía personal e incluso profesional, la situación de una viuda dependiente de la generosidad de su hijo mayor, o la de una viuda pobre con hijos a su cargo no resultaba en absoluto deseable.


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