Tesis doctoral


I. 2. 1. 2. Peculiaridades del modelo matrimonial inglés



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I. 2. 1. 2. Peculiaridades del modelo matrimonial inglés
Nos referiremos a continuación a lo que Alan MacFarlane considera peculiaridades del modelo matrimonial inglés, que describe como “maltusiano”. En un país en que determinadas comodidades habían pasado a considerarse necesidades, el peso de la cuestión económica y la resistencia a perder posiciones en el escalafón social se tradujeron en una tendencia al matrimonio tardío en comparación con otros países europeos (1985: 8-18). A esto se añadía la costumbre del matrimonio recién casado de ocupar su propia casa, lo que conllevaba un tiempo de espera. Peter Earle señala, sin embargo, que las jóvenes de clase media de Londres se casaban antes que la media: un 40 por ciento contraía su primer matrimonio antes de los veintiún años. Esto podría deberse a que la contribución económica de la joven, en forma de dote, la aportaba su padre. Además, no era necesario que la joven adquiriera experiencia laboral, puesto que normalmente no estaba destinada a ejercer una profesión. Por otra parte, a la joven le urgía casarse, puesto que en Londres el número de solteras superaba al de solteros, al igual que el de viudas al de viudos (1989: 181-4). En cualquier caso, la edad media a la que las mujeres inglesas contraían matrimonio fue disminuyendo a lo largo del siglo, especialmente a partir de 1740, con el consiguiente aumento del número de hijos, un factor crucial para la expansión del capitalismo (Barker-Benfield, 1992: 160).
Otra peculiaridad del modelo matrimonial inglés era el hecho de que el consentimiento paterno no era estrictamente necesario, algo que llamó la atención, por ejemplo, de Montesquieu al visitar Inglaterra y que MacFarlane atribuye a que en este país no llegó a implantarse plenamente el sistema jurídico romano (1986: 128-9 y 334). Los padres podían aconsejar e incluso ejercer una gran presión física, moral o económica sobre sus hijos, pero al final las simples palabras de una pareja formada por un hombre de al menos catorce años y de una mujer de doce constituían un matrimonio legítimo (Ibid.: 125-129). Esto fue así en Inglaterra desde el siglo XII en adelante, con la única excepción del periodo 1754-1823, periodo que se inició con la aprobación de la Ley Matrimonial de Lord Hardwicke (“The Hardwicke Marriage Act”). Mediante dicha ley, nadie menor de veintiún años podía contraer un matrimonio válido si no contaba con el consentimiento de sus padres o tutores. Además, el matrimonio sólo se consideraba legítimo si tenía carácter eclesiástico y constaba en el registro de una iglesia con la firma de ambas partes, con lo que se ponía fin a una situación en la que coexistían distintos tipos de matrimonio según distintas jurisdicciones20. Se sacrificaba así la libertad contractual a favor de los intereses de la familia patriarcal garantizando, mediante un estricto control legal, la integridad de las propiedades de los sectores altos de la sociedad (Chaplin, 2004: 37-45). La Ley Matrimonial de Hardwicke daba también respuesta a la creencia de que la mujer era en el fondo incapaz de elegir racionalmente (Richetti, 1999: 72).
Una cuestión básica a la hora de analizar las peculiaridades del modelo matrimonial inglés es el concepto de coverture, término que en el derecho de origen judicial y consuetudinario inglés (common law) se refería al hecho de que la mujer casada (feme covert), por haber contraído matrimonio, pasaba a carecer casi por completo de personalidad civil. A este respecto, el jurista William Blackstone afirmó en Commentaries on the Laws of England (1771) que al contraer matrimonio el hombre y la mujer se convertían en una única persona ante la ley, de tal modo que “the husband and wife are one, and the husband is that one” (cit. en Stone, 1979: 331). La propia existencia legal de la mujer se suspendía, pues, durante el matrimonio, o al menos se incorporaba a la de su marido (Brophy, 1991: 37). El régimen matrimonial inglés resultaba así más riguroso para la mujer que el de ningún otro país europeo (Bell, 1991: 158). La mujer casada no tenía derecho, en general, ni a promover acciones legales ni a firmar contratos, y sus bienes eran gestionados casi siempre por su marido, ya que, bajo el common law, la mujer perdía al casarse toda independencia económica. Tal era la indefensión de la mujer casada que carecía de derechos legales incluso con respecto a sus propios hijos. Por último, tan sólo podía asegurarse una mínima autonomía en el caso de que se hubieran establecido determinadas estipulaciones en sus capitulaciones matrimoniales, lo que era más habitual en sectores sociales prominentes (véase el apartado “La mujer casada”, pp. 80-86).
Elegir cónyuge con acierto resultaba crucial en una época en la que el matrimonio era prácticamente indisoluble. El denominado divorcio a vinculo matrimonii, que implicaba la posibilidad de volverse a casar, era muy inusual. Stone afirma que el divorcio propiamente dicho lo debía conceder el Parlamento, y que entre 1670 y 1799 éste sólo aprobó 17, la mayoría de los cuales habían sido solicitados por los maridos en cuestión (1979: 34). Más habituales eran las separaciones privadas de mutuo acuerdo, en las que el marido le podía conceder a su mujer una pensión de manutención más o menos generosa. La esposa también podía solicitar el “divorcio” a los tribunales eclesiásticos en base a la deserción, la crueldad o el adulterio de su marido. Dichos divorcios, denominados a mensa et thoro, constituían en la práctica separaciones legales, pues no se contemplaba la posibilidad de un nuevo matrimonio. Además, las causas antes referidas no eran fáciles de probar, y la cantidad que se solía conceder a la mujer no resultaba atractiva para una esposa de clase media (Earle, 1989: 200).

I. 2. 1. 3. El “double standard” en las relaciones entre los sexos
La obligación recíproca entre los cónyuges en la que se basaba el “companionate marriage” era contraria a la “doble moral” (“double standard”) que mostraba en general la sociedad al juzgar el comportamiento de hombres y mujeres. Irónicamente, era a la mujer, considerada inestable e intelectualmente inferior, a quien se le exigía una conducta sexualmente irreprochable. Esto puede explicarse por el valor que se concedía a la castidad femenina en el seno de una sociedad patriarcal en la que la transmisión intacta de la propiedad hacía conveniente, por ejemplo, la ley de la primogenitura. Así, Samuel Johnson afirmó que la culpabilidad de una mujer infiel era mayor que la de un hombre dado que de la castidad de la mujer dependían todas las propiedades del mundo:

Confusion of progeny constitutes the essence of the crime; and therefore a woman who breaks her marriage vows is much more criminal than a man who does it. A man, to be sure, is criminal in the sight of GOD: but he does not do his wife a very material injury (Boswell, 1986: 139, mayúsculas en el original)

Johnson aludía así al hecho de que los hijos ilegítimos de una mujer podían llegar a heredar las propiedades familiares, mientras que los hijos ilegítimos del marido eran relegados irremisiblemente a la categoría de bastardos.

Ideológicamente, la desigual insistencia en la fidelidad y castidad femenina se justificaba en base a la supuesta “innata” superioridad moral de las mujeres, que les permitía un mayor autocontrol y que, como vimos anteriormente, forma parte del “culto de la verdadera feminidad”, piedra angular de la moralidad pública y privada (véase el apartado “La naturaleza femenina”, pág.s 50-52).



Otra cuestión en la que se ponía de manifiesto la doble moral de la sociedad era la distinta aceptación social de los matrimonios “desiguales”. Se consideraba que la mujer adquiría, al casarse, el rango social de su marido; así, si un hombre se casaba con una mujer de rango inferior la elevaba al suyo mientras que si una mujer contraía matrimonio con un hombre de rango inferior perdía su status y demostraba, asimismo, no haber sido inmune, como debiera, a la atracción sexual, lo que dañaba también su reputación (Watt, 1995: 164 y Speck, 1983: 105). Con respecto al caso de Lady Susan Fox Strangways, que había contraído un matrimonio muy desigual, Samuel Johnson le aseguró a su biógrafo James Boswell:
Were I a man of rank, I would not let a daughter starve who had made a mean marriage; but having voluntarily degraded herself from the station which she was originally entitled to hold, I would support her only in that which she herself had chosen; and would not put her on a level with my other daughters. (Boswell, 1986: 179, nuestras cursivas)


I. 2. 2. La economía y el gobierno doméstico
Richard Allestree, en su influyente The Ladies Calling (1673), afirmaba que el arte de la economía y del gobierno doméstico era la tarea más propiamente femenina, de la que ni la riqueza ni la prominencia social podían absolver totalmente a una mujer (Brophy, 1991: 9). En esta misma línea, durante las dos últimas décadas del siglo XVII se produjo una proliferación de escritos en los que se recomendaba educar a las jóvenes de los sectores sociales medios en ciertas prácticas domésticas frugales que supuestamente podían convertirlas en esposas más deseables para un hombre de rango superior que las propias jóvenes aristócratas. Según dichas prácticas, la mujer había de gastar sensatamente el dinero que le proporcionara su marido, complementando así el papel económico que él desempeñaba (dado que ella no estaba destinada a ejercer una profesión) y transformando los ingresos de los que disponían en una deseable calidad de vida doméstica. Tal relación ideal requería un modelo de mujer capaz de regular sus propios deseos. En este sentido, Mary Astell, en An Essay in Defence of the Female Sex (1696), critica a los hombres que consideran que la mujer no hace nada de utilidad y reivindica el valor de las tareas que desarrolla en el hogar:
Thus, when they hear us talking to, and advising one another about the Order, Distribution and Contrivance of Houshold Affairs, about the Regulation of the Family, and Government of Children and Servants, the provident management of a Kitchin, and the decent ordering of a Table, the suitable Matching and convenient disposition of Furniture, and the like, they presently condemn us for impertinence (...) For were it not for that, their Houses wou´d be meer Bedlams, their most luxurious Treats, but a rude confusion of ill Digested, ill mixt Scents and Relishes, and the fine Furniture, they bestow so much cost on, but an expensive heap of glittering Rubbish (cit. en Jones, 1990: 214, cursivas en el original)

Los valores propugnados a través de la figura de la mujer doméstica convenían a los sectores medios de la sociedad, que necesitaban acumular capital o posesiones con el fin de progresar socialmente. Además, dichos valores ocultaban hasta cierto punto las diferencias económicas existentes entre quienes tenían ingresos distintos pero podían compartir un mundo de proporciones parecidas y aspirar a una misma calidad de vida (Armstrong, 1987: 120-4). El modelo de la mujer doméstica constituyó, pues, un factor aglutinante de aquellos sectores sociales que acabarían formando lo que actualmente denominamos clase media21.

La participación de la mujer en el gobierno doméstico se basaba en su poder de supervisión, cualidad que la liberaba de realizar determinadas tareas rutinarias. Además de controlar a los sirvientes, la mujer había de llevar las cuentas familiares e imponer una cierta austeridad si así resultaba conveniente. Si realizaba adecuadamente estas funciones, lo que en principio tenía lugar en el ámbito privado del hogar podía obtener reconocimiento público dado que la hospitalidad era considerada un elemento básico para el prestigio social y el poder político de una familia (Vickery, 1998: 9). Un factor que dificulta que el gobierno doméstico reciba la debida atención por parte de los historiadores es la discreción con la que había de desempeñarse; en palabras de Hester Chapone, “the best sign of a home being well governed is that nobody´s attention is called to the little affairs of it” (cit. en Ibid.: 131).

Eve Tavor Bannet, en The Domestic Revolution: Enlightment Feminisms and the Novel (2000), afirma que numerosas escritoras abogaron por un mayor protagonismo de la mujer en el gobierno doméstico con el fin de conseguir avances en la causa femenina. Bannet subraya que la división entre las esferas pública y doméstica no tuvo lugar en la práctica hasta el siglo XIX y que la segunda no se consideraba inferior a la primera, sino que ambas formaban una unidad básica. La esfera doméstica era entendida, pues, como un microcosmos del estado que debía garantizar el orden y la prosperidad. Los ilustrados animaron, de hecho, a los aristócratas terratenientes a ocuparse del gobierno doméstico. El que las mujeres les arrebataran ese protagonismo y asumieran dichas funciones de un modo más “profesional” tuvo, según Bannet, considerables consecuencias. Las mujeres demostraron así sus habilidades y también que eran capaces de cambiar la conducta y los principios de quienes que se encontraban en su “círculo de influencia” al mostrarse como ejemplares en todas las tareas cotidianas. Podían promover así el bien común al convertirse, como Pamela, en objeto de imitación no sólo de sus hijos sino también de sus sirvientes o de las damas de su entorno.




I. 2. 3. La maternidad
Nos hemos referido anteriormente a cómo el siglo XVIII fue testigo de un cambio en la percepción del matrimonio que podríamos traducir en una tendencia hacia una mayor afectividad entre los cónyuges. Paralelamente, tanto el arte como la literatura de la época enfatizaron de un modo desconocido hasta entonces la imagen de la familia nuclear, pequeña y amorosa. En el contexto de un capitalismo emergente, el creciente sentimentalismo expresaba quizás la añoranza de un tiempo anterior en el que cada comunidad estaba firmemente unida por las estructuras familiares y cada individuo tenía una relación más estrecha con los demás. En cualquier caso, esa imagen más afectiva de la familia fue posible gracias a una nueva concepción de la maternidad. Hasta entonces, las mujeres de una cierta posición social apenas se habían encargado de los cuidados rutinarios de sus hijos. Las relaciones entre padres e hijos eran formales, y a menudo distantes. Hay autores que creen que esto se debía, al menos en parte, al altísimo índice de mortalidad infantil: no apegarse demasiado a los hijos podía ser un buen mecanismo de defensa (Porter, 1982: 42). Sin embargo, hacia finales del siglo XVII y durante el siglo XVIII se produjo en Europa lo que se ha denominado “la invención de la infancia”, entendida ésta como una etapa de la vida distinta del resto de la vida (véase fig. 3, pág. 538); paralelamente, se produjo “la invención de la maternidad burguesa” (Perry, 1992: 185). Las mujeres en general se involucraron en el cuidado de sus hijos en mayor medida, y las de mayor rango social dejaron de delegar determinadas funciones en sus sirvientes, incluida, por ejemplo, la de amamantar. Por lo que respecta a esto último, se fue estableciendo la obligación moral de las madres de dar el pecho a sus hijos basándose en múltiples razones médicas, sociales y psicológicas, entre las que se encontraba que las cualidades morales se transmitían a través de la leche.

La maternidad, pues, se puso de moda y se convirtió en elemento crucial de la nueva identidad social y sexual de la mujer. Ruth Perry atribuye este hecho a una necesidad de adaptarse a los nuevos imperativos políticos y económicos de un imperio inglés en expansión que requería una mayor productividad y, por lo tanto, una mayor natalidad y un mayor porcentaje de supervivencia infantil. La autora cree que el nuevo interés médico por la crianza de los hijos puede interpretarse como el comienzo de la colonización psicológica del cuerpo de la mujer que se correspondería con la colonización psicológica de su subjetividad tanto en el “companionate marriage” como en la maternidad. Se estableció además una oposición entre la maternidad y la sexualidad, a favor de la familia y del Estado (1992: 185-194).

La ciencia, el interés nacional, el sentimiento “natural” y la moralidad de la época confluyeron en la creencia de que la maternidad se encontraba en el centro de la auténtica feminidad. Esta creencia fue fomentada tanto por los tratados médicos sobre la maternidad y el cuidado de los hijos como por los manuales de conducta y las novelas (véase el apartado “Actitud de la heroína ante la maternidad”, pp.167-173).

I. 2. 4. Otras ocupaciones
La mujer de una extracción social media disfrutaba, en general, de más tiempo libre debido al aumento de la esperanza de vida y al inicio de ciertos procesos económicos que la acabaron relevando de desempeñar tanto una profesión como las tareas domésticas más duras y rutinarias. La mujer ociosa o desocupada se fue convirtiendo, de hecho, en símbolo del status de su familia. Se dio así la paradoja de que los sectores sociales medios rechazaban, por una parte, los valores morales de la nobleza pero, por otra, se esforzaban por copiar su modo de vida. La feminidad se convirtió así en un arte de complacer, costoso y refinado, que purificaba a la riqueza burguesa de su bajeza original (Fauchery, 1972: 51).

Esas aspiraciones a la prominencia social le planteaban a la mujer el problema de cómo ocupar las horas, ya que se descartaba que pudiera realizar algún tipo de actividad profesional. Arabella, una de las heroínas objeto de nuestro estudio, expresa en The Female Quixote su frustración por esa falta de ocupaciones significativas:


What room, I pray you, does a Lady give for high and noble Adventures, who consumes her Days in Dressing, Dancing, listening to Songs, and ranging the Walks with People as thoughtless as herself? (279)
Los manuales de conducta no desaprobaban que la mujer bailara, disfrutara de la música, jugara a las cartas e incluso acudiera al teatro, siempre y cuando todo esto lo realizara con discreción, es decir, dentro de su ámbito doméstico. Por contra, participar en un espectáculo público podía dañar su reputación22. Por ello, una actividad en principio adecuada para que la mujer hiciera un uso saludable de su tiempo libre era la lectura. Sin embargo, también se consideraba que entrañaba peligros, puesto que requería un tiempo que la mujer debería estar dedicando a la dirección de la casa, a su marido y a sus hijos y, además, se creaba entre ella y el libro un espacio íntimo del que quedaba excluido el hombre (Godineau, 1995: 416). A este respecto, la sociedad en su conjunto temía el efecto potencialmente subversivo o corruptor que podían tener dichas lecturas en un ser apasionado e inestable como la mujer.

La lectura podía desembocar fácilmente en la escritura. Ésta era percibida por la sociedad en su conjunto como una actividad aún más peligrosa en el caso de una mujer joven, que podía utilizarla, por ejemplo, para comunicarse con el hombre inadecuado. En cualquier caso, los primeros pasos que solía dar una mujer en el terreno de la escritura era la correspondencia epistolar y el diario íntimo (tareas a las que se dedican con tanto ahínco algunas de las heroínas analizadas en el presente estudio), así como plasmar sus impresiones sobre los libros leídos, o traducir a un autor antiguo o extranjero; tras estos primeros pasos, las mujeres que finalmente se decidían a publicar sus propias obras a pesar del riesgo que ello podía entrañar para su reputación lo hacían, normalmente, por imperativo económico.



Por último, otras posibles ocupaciones para la mujer ociosa eran ciertas actividades de índole artística tales como tocar un instrumento, coser o dibujar. La mujer podía disfrutar asimismo de cierto protagonismo público participando en diversas actividades benéficas, particularmente apropiadas para ella en una época de grandes inquietudes filantrópicas.


I. 3. LA EXCLUSIÓN ECONÓMICA DE LA MUJER
Nos hemos referido anteriormente a cómo la ideología dominante fue reduciendo el papel de la mujer al ámbito de lo privado y lo doméstico. Ello tuvo lugar en el marco de un proceso histórico en el que la expansión del capitalismo supuso, en líneas generales, una reducción gradual del poder económico de la mujer, para la cual el matrimonio se convirtió en la apuesta más segura23. Por ello, el calificativo que mejor define la posición de la mujer perteneciente a los sectores medios de la sociedad es el de “dependiente”. Sin embargo, hemos de tener en cuenta que el ideal de la mujer desocupada como símbolo del status de su marido tardó un tiempo en hacerse realidad; así, por ejemplo, el sistema doméstico de manufactura persistió hasta bien entrado el siglo XIX (Turner, 1992: 42). Por otra parte, es necesario enfatizar el hecho de que las mujeres no constituyen, estrictamente hablando, una clase. Su dispersión entre distintos sectores sociales dificulta las generalizaciones. Así, por ejemplo, el modelo de la mujer doméstica no podía aplicarse de un modo tan integral al grueso de la población, ya que se esperaba de las mujeres de sectores sociales menos acomodados que ejercieran una profesión con el fin de mantenerse a sí mismas y a sus familias. En el caso de ser solteras, el objetivo de su vida laboral era muy explícito: mientras ahorraban a sus padres el coste de alimentarlas, acumulaban una dote y unas habilidades laborales que les facilitarían el encontrar marido.

I. 3. 1. El hogar y el mundo productivo
Muchos de los cambios que afectaron a la economía familiar tuvieron lugar en el ámbito de la agricultura y fueron anteriores al proceso de industrialización. A principios de siglo XVIII en Inglaterra, la mujer realizaba tareas agrícolas muy similares a las del hombre. Sin embargo, fue excluida gradualmente de dichas tareas, en parte debido a la creciente utilización de herramientas más pesadas, pero sobre todo a causa del desarrollo de un sistema de explotación agrícola que aumentó el excedente de trabajadores masculinos (Porter, 1982: 46-47 y Hill, 1989: 48-59). Cabe destacar la importancia del cierre de las tierras comunales (“enclosure”), un proceso que se inició en la época de Enrique VIII pero que se desarrolló especialmente en los siglos XVII y XVIII. Dicho proceso contribuyó a introducir en el ámbito de lo agrario el concepto burgués de propiedad y desembocó en la creación de grandes heredades. Por otra parte, dificultó la aportación en especie de la mujer a la economía familiar, dado que fueron desapareciendo los terrenos en los que podía recoger leña, cultivar determinadas plantas o alimentar animales tales como vacas o gallinas (Perry: 2000: 124).

A la serie de cambios que se acumulaban en el sector agrícola se sumó otro factor que perjudicaba a la economía familiar: el declive de algunas de las industrias y artesanías más antiguas debido, en unos casos, a la mecanización, y en otros a un marcado cambio en la distribución geográfica (Hill, 1989: 62). Sin embargo, la exclusión de la mujer de determinados oficios se vio determinada, sobre todo, por la progresiva separación, iniciada ya a lo largo del siglo XVII, del hogar y el mundo productivo. La cada vez mayor capitalización de la industria exigía una mayor escala de producción, lo que llevaba al establecimiento de talleres. Se desplazaba así el trabajo, entendido como trabajo asalariado, desde la casa, que hasta entonces había sido un centro de producción en el que trabajaban todos los miembros de la familia, hacia la fábrica. Así la mujer, que tradicionalmente compaginaba el cuidado de sus hijos con múltiples tareas productivas, no podía seguir trabajando en oficios que requerían su presencia a tiempo completo (Perry, 1980: 36-37 y Molina Petit, 1994: 133).

Otro factor a tener en cuenta es la marginación que sufría la mujer en los gremios que regulaban el mundo urbano del trabajo cualificado. Así, la esposa del maestro, pese a jugar un papel relevante en el taller o negocio, carecía prácticamente de existencia para la corporación gremial. Si enviudaba y se volvía a casar era su nuevo marido quien heredaba el título de maestro. Sin embargo, también es cierto que, de enviudar, podía decidir continuar con el negocio de su marido, con lo que el periodo en el que hubiera estado casada era considerado como el equivalente al periodo de formación de un aprendiz (Earle, 1989: 160). En este sentido, algunos autores, como Daniel Defoe, insistieron en la necesidad de que la mujer aprendiera el negocio de su marido, no sólo para poder asistirle en su labor diariamente, sino para hacer frente a situaciones excepcionales como el que tuviera que ausentarse, fuera encarcelado, o falleciese (Ibid.: 161). Las protestas de estos autores dan testimonio de hasta qué punto había disminuido la participación de la mujer en este sentido. Por otra parte, la gran reticencia que mostraban los gremios ante los intentos de las mujeres de ingresar en sus especialidades se traducía en que cada vez resultaba menos habitual que la mujer accediera a la categoría de aprendiz, y si lo hacía era en sectores ocupacionales considerados “femeninos”, como los de las costureras y tenderas.

La incipiente industrialización no favoreció, pues, en su conjunto a la mujer, cada vez más dependiente económicamente de su entorno familiar. Por otra parte, al aislarse el hogar del mundo productivo ya no era tan evidente la relación de compañerismo o cooperación entre el marido y su esposa. El hecho de que a la mujer le resultara cada vez más difícil contribuir al presupuesto familiar influía también sin duda en el peso que su opinión pudiera tener. Se fue desarrollando, pues, la fórmula del hombre en el trabajo y la mujer en casa, especialmente entre los sectores medios de la población, en los que la mujer sufrió una creciente “privatización” que la relegaba a la vida doméstica y materna (Nussbaum, 1995 : 97). Así, fue perdiendo poder económico en favor de un supuesto poder de otro orden, educativo o moralizante.

A pesar de lo expuesto, últimamente asistimos a una revisión del momento histórico en el que se produjo la separación del hogar y el mundo productivo. Amanda Vickery nos advierte de la existencia de importantes inconsistencias cronológicas y afirma, siguiendo a D.C. Coleman y a R. Samuel, que ni siquiera se puede afirmar que la fábrica fuera la unidad de producción más habitual a mediados del siglo XIX (1998: 5). Por su parte, Eve Tavor Bannet, basándose en la obra de historiadores tales como Leonore Davidoff, Catherine Hall, Bridget Hill, John Gillis o F.M.L. Thompson, afirma que la separación entre el hogar y el mundo productivo no tuvo lugar, en la práctica, antes del segundo cuarto del siglo XIX. Bannet cree que esta paradoja se explica porque los modelos de vida familiar imaginados, debatidos y ejemplificados por los textos literarios del siglo XVIII se tradujeron en prácticas familiares posteriores (2000: 17-8).


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