I. 5. LA EDUCACIÓN DE LA MUJER
Los progresos en alfabetización femenina durante los siglos XVII y XVIII fueron el inicio de un proceso irreversible mediante el cual la mujer fue accediendo a la cultura a pesar de no estarle directamente destinada y a pesar de que su educación, concebida por y para el hombre, adolecía de rigor intelectual. Al imponerse en los sectores medios de la sociedad el modelo de la mujer ociosa como símbolo del status de su marido, ésta disponía de tiempo para leer y, por lo tanto, para instruirse. La lectura constituyó, una vez más, el primer peldaño de la culturización. Si bien el libro era considerado por entonces un artículo de lujo, fue resultando más accesible gracias a las ediciones pirata, las ediciones económicas en pequeño formato, las publicaciones semanales o las “circulating libraries” (véase fig. 4, pág. 538), especialmente a partir de 1740 30. Se produjo, pues, una democratización relativa de la lectura, ahora al alcance de un número considerable de mujeres y de personas de extractos sociales medios y bajos, tales como el servicio doméstico. Ello conllevaba una democratización de la educación dado que era más fácil acceder no sólo a novelas, obras de teatro y poesía sino a obras de historia, música, jardinería, filosofía, religión, ciencia, así como panfletos y ciertas publicaciones periódicas. Por otra parte, el hecho de que el libro fuera costoso tenía aspectos positivos, ya que pasó a constituir un símbolo para las clases medias, que podían mostrar a través de él su recién adquirida prosperidad y participar del ideal aristócrata del ocio cultivado. El libro se convirtió así en un artículo de consumo que identificaba a quien lo leía como persona refinada31.
El creciente número de lectoras no pasó desapercibido para los responsables de diversas publicaciones periódicas, publicaciones que se asentaron como un género propio con gran éxito comercial y que se fueron perfilando como una fuerza cultural cada vez más poderosa. Dichas publicaciones comenzaron, pues, a tener en cuenta los intereses y preocupaciones de las mujeres, hasta el punto de ofrecerles incluso un espacio en el que exponer sus propias opiniones y experiencias. En este sentido destacaron The Athenian Mercury32 (1691-6) y The Ladies Mercury (1693) de John Dunton, The Tatler (1709-11) y The Spectator (1711-12) de Richard Steele y Joseph Addison, The Female Tatler de Mary de la Rivière Manley (a partir de 1709), The Nonsense of Common Sense, de Lady Mary Wortley Montagu (aparecido en 1737), The Female Spectator (1744-46) y Epistles for the Ladies (1749-50) de Eliza Haywood y The Lady´s Monthly Museum (1760-1) de Charlotte Lennox.
En este contexto, la educación de la mujer pasó a considerarse como absolutamente necesaria para bien de la familia y de la nación, pues ambas estaban íntimamente relacionadas al ser la primera sostén y pilar de la segunda. Desde múltiples instancias se abogaba por una mejor educación de la mujer ligada a su papel de esposa, compañera y educadora de los hijos y, por lo tanto, con un objetivo en principio opuesto a cualquier idea de emancipación o liberación de ésta. Los tratados sobre la educación de la mujer evidenciaban por ello, a menudo, el deseo de vigilar estrechamente su discurso, sus sentimientos e inclinaciones.
I. 5. 1. Alegatos a favor de la educación femenina
El siglo XVII fue testigo de numerosos alegatos a favor de la educación femenina en la voz de figuras moderadas tales como Mademoiselle de Scudéry, Madame de Sévigné o Fénelon, o de figuras más militantes como Poullain de la Barre, Pierre LeMoyne o Mary Astell. Hemos de destacar, como ya mencionamos anteriormente, la publicación de De l´égalité des sexes (1673) y de De l´éducation des dames (1674) de Poullain de La Barre, quien, apoyándose en el método cartesiano, demostró racionalmente la identidad de las aptitudes y de las funciones femeninas y masculinas. En 1687 se publicó el tratado De l´éducation des filles de Fénelon, que no abogaba sin embargo por la igualdad de las mujeres sino que propugnaba que la educación de las niñas debía prepararlas para su futuro cometido, ya fuera el de esposas o el de religiosas. Esta obra fue publicada en Inglaterra por Richardson, un autor clave en el presente estudio. En 1694 se publicó A Serious Proposal to the Ladies de Mary Astell. Frente a otros defensores de una mejor educación femenina, Astell basaba sus argumentos en la autorrealización de la mujer más que en su posible utilidad para otros. Entre las influencias que recibió, cabe destacar que Astell mantenía una correspondencia fluida con el neoplatonista John Norris y que el neoplatonismo (al igual que el cartesianismo en el que se basaba) establecía una relación entre el alma inmortal y la capacidad de reflexionar y razonar. El cultivo de la mente era entendido, por lo tanto, como un deber cristiano (Clery, 2004: 42 y 136). Influida asimismo por la obra de Mademoiselle de Scudéry y de Madame Dacier, Astell intentó que las mujeres tomaran conciencia de sus posibilidades y afirmó que la supuesta incapacidad intelectual de la mujer no era natural sino adquirida:
Women are from their very Infancy debar´d those Advantages, with the want of which they are afterwards reproached, and nursed up in those Vices which will hereafter be upbraided to them. So partial are Men as to expect Brick where they afford no Straw; and so abundantly civil as to take care we shou´d make good that obliging Epithet of Ignorant, which out of an excess of good Manners, they are pleas´d to bestow on us! (cit. en Jones, 1990: 200, cursiva en el original)
Astell propuso lo que venía a ser un medio alternativo de vida, la dedicación de la mujer a Dios y al cultivo de su propia mente en centros especialmente organizados para ello. La idea fracasó por recordar demasiado a la de los conventos católicos, en los que las mujeres podían elegir deliberadamente la vida religiosa como un modo de escapar del poder familiar y conyugal.
Con la llegada de la Ilustración, caracterizada por el optimismo pedagógico (entendido como la confianza absoluta en la capacidad regeneradora de la educación), la cuestión de la educación femenina cobró mayor importancia. Pasó a ser entendida como un instrumento de reforma social dada la creencia ilustrada de que el orden o desorden de las familias privadas trascendía y se comunicaba al bienestar público. Proliferaron, pues, los escritos que no sólo planteaban cómo formar a la mujer ideal, sino que debatían sobre su función social. Locke dio la pauta de lo que sería la línea de razonamiento ilustrado sobre este tema en Some Thoughts Concerning Education (1693), al enfatizar, por una parte, los propósitos utilitarios y morales que debían de regir la enseñanza y, por otra, la importancia de que los padres se implicaran en el desarrollo de la personalidad de sus hijos. En este sentido, hay que tener en cuenta que las mujeres estaban destinadas a ser las primeras educadoras de los futuros hombres nuevos, por lo que debían estar preparadas para ejercer plenamente sus funciones de “maternidad moral”. Además, Locke propugnaba la tesis de que el resultado de la ignorancia es el vicio, un argumento que ya habían utilizado a favor de una mayor instrucción femenina Juan Luis Vives y Erasmo de Rotterdam. Representando una corriente más igualitaria, Helvétius afirmó en Del espíritu (1758) que la desigualdad femenina era sólo consecuencia de la educación defectuosa que las niñas habían recibido y afirmó incluso que no se debía prohibir a las mujeres nada que un hombre pudiera aprender.
Entre quienes denunciaron en Inglaterra la escasa e inadecuada educación de la mujer figuran también Defoe y Swift. El primero afirmó en Essay on Projects (1697):
I have often thought of it as one of the most barbarous customs in the world, considering us a civilized and a Christian country, that we deny advantages of learning to women. We reproach the sex every day with folly and impertinence, while I am confident had they the advantages of education equal to us, they would be guilty of less than ourselves (cit. en Nussbaum, 1984: 11)
Defoe propuso un modelo de “Academia Femenina” secular como alternativa a la institución religiosa propuesta por Astell, cuyos escritos sobre educación femenina conocía y respetaba. Propugnó, pues, la creación de academias para niñas que fueran equiparables a los “public schools” de los niños. A diferencia de Astell, que sugería que la educación femenina debía ser un fin en sí misma, Defoe creía, al igual que Swift, que el objetivo fundamental de la educación femenina había de ser el de convertir a la mujer en una compañera inteligente del hombre. En definitiva, no era tan favorable a la mujer como pudiera pensarse, pues a pesar de creer que sus habilidades innatas eran equiparables a las del hombre la relegaba a un rango de subordinación. Así, por ejemplo, en la misma obra a la que nos hemos referido, Essay on Projects, con el fin de tranquilizar a aquellos que temían que si la mujer gozaba de una mayor educación podría negarse a obedecer al hombre, Defoe llegó a compararla con un caballo, al que se doma para que resulte útil (Mason, 1978:15).
El ideal de matrimonio de Jonathan Swift era el de una amistad racional, para lo cual era necesario que la mujer tuviera acceso a una mejor educación. Él mismo se esforzó por formar a las mujeres de su ámbito, como Esther Johnson (“Stella”) y Laetitia Pilkington. Así mismo, al idear sociedades utópicas en Gulliver´s Travels (1726), incluyó a las féminas en los sistemas educativos estatales de los liliputienses y de los Houyhnhnms. La enseñanza de las niñas liliputienses sólo se distingue de la de los niños en que los ejercicios físicos son más suaves y en que su aprendizaje es algo menos académico para dar cabida a las lecciones de gobierno doméstico. En el caso de los Houyhnhnms, la diferencia educativa entre géneros es todavía menor; el amo Houyhnhnm de Gulliver afirma incluso que le resulta monstruoso
to give the Females a different Kind of Education from the Males, except in some articles of Domestick Management; whereby (...) one Half of our Natives were good for nothing but bringing Children into the World: and to trust the Care of their Children to such useless Animals, he said was yet a greater Instance of Brutality (cit. en Rogers, 1982: 59-60)
Además de las denuncias de Astell, Locke, Defoe y Swift con respecto a la deficiente educación femenina, hay que destacar las de los “Nonconformists” o “Dissenters” (como se definió a los puritanos a partir de 1662 y entre quienes se encontraba el propio Defoe), que insistían en que todos pudieran leer la Biblia. Los cuáqueros, por su parte, llevados por su creencia en la igualdad intelectual y espiritual de la mujer, defendían el derecho de la misma a predicar y rezar en público, y fundaron colegios de niñas o coeducacionales. Ya Lutero, al valerse de la autoridad de la Escritura para fundamentar su doctrina, deseaba que tanto hombres como mujeres se remitieran a ella, para lo que era necesario que supieran leer. En este sentido, la Reforma protestante fue portadora de alfabetización. Por otra parte, la exclusión de los “Dissenters” de las universidades les animó a fundar sus propias academias y colegios, en los que favorecían la lengua vernácula sobre el latín y en donde se fomentaba que todo el mundo se expresase, incluso las mujeres y quienes provenían de los extractos sociales más humildes.
La prensa femenina que, como hemos visto, nació en esta época, hizo de la educación de la mujer uno de sus temas favoritos. Así, por ejemplo, una de las autoras objeto del presente estudio, Eliza Haywood, animó a sus lectoras a instruirse, primero en The Female Spectator (1744-1746) y luego en Epistles for the Ladies (1749-1750), convencida de que ello beneficiaría a la sociedad en general. En The Female Spectator, Haywood, estableció un nuevo tipo de autoridad “femenina”, basado en la “feminidad” compartida y no en la superioridad moral de las publicaciones periódicas dirigidas por hombres. Consciente de la dificultad de cambiar el status quo, dicha autora instruyó a sus lectoras en distintas estrategias de supervivencia, advirtiéndolas de la necesidad de no contravenir las estrictas reglas del decoro social33. Por su parte, otra de las escritoras a las que nos referimos en el presente estudio, Charlotte Lennox, incluyó en The Lady´s Monthly Museum (1760-1) una larga serie de artículos sobre la educación femenina y, siguiendo los pasos de Steele y Addison en The Tatler y The Spectator, buscó mejorar el entendimiento de las lectoras mediante piezas informativas que trataban de temas como la historia, la geografía o la filosofía.
Una cuestión importante era establecer qué debía leer y aprender exactamente una mujer. En algunos sectores sociales se consideraba la educación femenina como potencialmente subversiva y se temía su efecto desestabilizador en la sociedad, por lo que quienes abogaban por una mejor formación de la mujer solían aducir razones utilitaristas. Entre éstas destacaban que la compañera del hombre ilustrado debía tener un mínimo de instrucción para comprenderle y educar correctamente a sus hijos o que era necesario que hiciera un uso saludable de su tiempo libre. En cualquier caso, estos argumentos se referían a las mujeres que provenían de los sectores medios de la sociedad, dado que a las mujeres de humilde extracción sólo les estaba destinada la formación justa para ganarse la vida.
Un problema que surgía a la hora de educar correctamente a las mujeres era el vacío que creó en Inglaterra la desaparición de los conventos como centros educativos femeninos. En familias pudientes, a la edad de seis o siete años, cuando tanto niños como niñas ya sabían leer y escribir, se procedía a separarlos de manera que a los niños se les mandaba a los “Grammar Schools” y a las niñas a los “Boarding Schools”. Estos últimos eran centros educativos que en un principio habían estado destinados a transformar a las hijas de la burguesía comercial en esposas adecuadas para los miembros de la “gentry”. La preocupación fundamental de estos internados, por lo tanto, era educar a sus pupilas en las buenas maneras y en ciertas habilidades. De hecho, la mayoría de las mujeres consideradas cultas no habían sido instruidas en colegios, sino en sus propias casas, algo fomentado por la percepción generalizada en ciertos círculos privilegiados de que la educación con tutores tenía ventajas sobre la educación pública o institucional. La circulación de manuscritos y el intercambio epistolar permitieron a las mujeres instruidas cultivar sus intereses intelectuales y literarios34.
El éxito de la educación familiar, sin embargo, sólo podía asegurarse en medios privilegiados. En cuanto a las mujeres que no provenían de familias de académicos o socialmente destacadas, era necesario que determinadas instituciones ofertaran esas enseñanzas por lo que se crearon, especialmente en el ámbito urbano, diversas redes escolares, tanto de pago como gratuitas. Ya mencionamos anteriormente las “charity schools”, creadas en tiempos de la reina Anne por iniciativa de la Society for the Propagation of Christian Knowledge (SPCK), fundada en 1699. Dichas escuelas enseñaban a leer, escribir, y coser, así como religión y moral, a los hijos e hijas de los sectores más desfavorecidos. Su creación se puede atribuir a la filantropía, pero también al paternalismo sentimental de una clase dirigente cuyo objetivo principal consistía en controlar y pacificar a los desposeídos y asegurarse mejores sirvientes. Por otra parte, hay que destacar la existencia y multiplicación, especialmente a partir de mediados del siglo XVII, de los “boarding schools”, a los que también nos hemos referido anteriormente. Frente al tipo de educación superficial que estos ofrecían surgieron algunos centros educativos en los que se intentaba proporcionar una enseñanza más sustancial, como el que rigió Batshua Makin, institutriz de Elizabeth, hija de Charles I, en Tottenham High Cross a partir de 1673. En dicha institución educativa, en la que estudió la madre de dos conocidas escritoras, Sarah Scott y Elizabeth Montagu, se incluían en el programa materias tales como los idiomas (tanto antiguos como modernos) las ciencias naturales, la aritmética, la astronomía, la historia y la geografía (Sonnet, 2000: 160-1). Precisamente había sido Bathsua Makin quien en An Essay to Revive the Ancient Education of Gentlewomen (1673) había abogado por que se fundaran academias femeninas adecuadas, una petición secundada por Mary Astell y Daniel Defoe. Finalmente, a partir de 1750 se crearon numerosas academias de mujeres que posibilitaron el acceso de éstas, especialmente de las que pertenecían a los estratos medios de la sociedad, a lo que consideraba al menos una educación elemental (Turner, 1992: 90-2).
I. 5. 2. El conocimiento y la mujer
La creencia generalizada en una naturaleza específica de la mujer, más emotiva y menos racional que la del hombre, llevó al convencimiento de que no sólo era imposible el aprendizaje para la mayoría de las mujeres sino que lo que consiguieran aprender sería utilizado con malos propósitos. Al ser el conocimiento en sí sospechoso en la mujer, la educación constituía la primera experiencia “sexual” de la feminidad (Fauchery, 1972: 157). Se creía, por ejemplo, que la preparación intelectual de la mujer era una causa potencial de problemas matrimoniales, por lo que se daba la paradoja de que al considerar a una posible candidata al matrimonio no se valoraban los conocimientos y habilidades que poseía, sino aquellos de los que carecía. Por otra parte, un exceso de saber parecía contrario a la modestia o discreción y a la humildad, virtudes que se consideraban básicas en la mujer. En manuales de conducta tales como The Whole Duty of a Woman (1701) se recomendaba, por tanto,
Discover not the knowledge of things, it is not expected thou shouldst understand, for as the experience of a matron ill becometh the lips of a virgin, so a pretended ignorance is often better than a show of real knowledge (cit. en Brophy, 1991: 11).
En la misma línea, en The Ladies Calling, atribuido a Richard Allestree, se reconocía la capacidad de la mujer para aprender, pero se recomendaba que ésta pusiera lastre a sus velas y no se dejara llevar por la vanidad del aprendizaje (Rogers, 1982: 9). Igualmente, en The Ladies Magazine, or Polite Companion for the Fair Sex (1759-60) se afirmaba que todo ser racional debía informarse adecuadamente, pero a la vez se advertía a las mujeres que no pretendieran suplantar al hombre:
yet the abstruse and difficult parts of learning have always been looked upon as so peculiarly the pursuit of men, and the profession of them as his immediate and sole province, that a mere bookish woman is a phrase of as much contempt as a spinning soldier (cit. en Brophy, 1991 : 46)
La propia lectura era vista como una actividad peligrosa si la realizaba la mujer y no digamos ya la escritura que persiguiera algún tipo de reconocimiento público. Frente a este estado de cosas, autores como Richardson contribuyeron a crear un clima en el que se animaba a las mujeres a escribir. Además de otorgar su apoyo directo a las carreras profesionales de Charlotte Lennox y Frances Sheridan, Richardson le escribió a Miss Westcomb, una de las mujeres con las que mantenía correspondencia, lo siguiente:
Be pleased yourself, my dear Selena, to know, that the Pen is almost the only Means a very modest and diffident Lady (who in Company will not attempt to glare) has to shew herself, and that she has a Mind (cit. en Flynn, 1982: 265, cursivas en el original)
Un prejuicio de profundas implicaciones en la educación femenina era la supuesta debilidad física de la mujer. Era una creencia generalizada que su constitución no era lo suficientemente fuerte para soportar todos los rigores que conllevaba no sólo la educación sino la propia ciudadanía responsable (Bell, 1991: 98). Ha de tenerse en cuenta que entonces se creía, igualmente, en la existencia de una patología peculiar al hombre de letras, dado que su estilo de vida se alejaba del modelo ideal de una vida natural, aireada, activa y equilibrada (Vovelle, 1985: 188-9).
Los prejuicios sobre la falta de capacidad intelectual o de fortaleza física de la mujer fueron rebatidos a menudo de una manera indirecta como, por ejemplo, mediante la publicación de historias de mujeres notables, como las de Richard Ferrers, Thomas Heywood, Charles Gerbier o Pierre LeMoyne en el siglo XVII. En ellas se solía hacer referencia a las profetisas de la Biblia, a las mujeres que habían formado parte de la tradición clásica y a algunas destacadas mujeres cultas contemporáneas, como Anna Maria von Schurman. En la misma línea, George Ballard publicó en 1752 sus Memoirs of Several Ladies of Great Britain, en cuyo prefacio indicaba:
It is hoped the women of the present age may be animated with a desire of following such illustrious examples which at the same time show the use and excellence of such invaluable accomplishments and direct the proper methods of attaining them (cit. en Brophy, 1991: 34)
I. 5. 3. Materias reservadas a la mujer
En líneas generales, la sociedad le acotaba a la mujer el espacio del saber para evitar que se convirtiera en un posible campo de rivalidad con el hombre. Rousseau, por ejemplo, describe en Emilio, o de la educación (1762) la educación femenina ideal con un enunciado rotundo: “Deben aprender muchas cosas, pero sólo las que les conviene saber” (cit. en Díaz Marcos, 2007: 252).
En los estratos medios de la sociedad, al convertirse la mujer en símbolo del status de su marido, su educación adquirió también un cierto carácter ornamental, orientado a dotarla de una serie de gracias sociales o “accomplishments” que le permitieran “agradar” y mostrarla del modo más favorable posible de cara al mercado matrimonial; entre dichos “accomplishments” se encontraban la costura, la danza, el canto, la música, el dibujo y la pintura (véase fig. 5, pág. 539). Frente a este estado de cosas, quienes abogaban por una mejor educación femenina enfatizaban la importancia de adquirir saberes de carácter práctico. Sin embargo, éstos habían de limitarse al ámbito doméstico y a las funciones de esposa y madre, con lo que, en cualquier caso, las propuestas educativas destinadas a la mujer acentuaban la desigualdad de los roles respectivos de uno y otro sexo.
Una joven sólo podía beneficiarse de una educación más completa si tenía la fortuna de contar con un padre, hermano o mentor o mentora cultos que cooperaran activamente en ello. Así, por ejemplo, Mary Astell recibió una esmerada educación a manos de su tío, Ralph Astell, un clérigo que pertenecía al círculo de los platonistas de Cambridge. Sin embargo, estos casos resultaban excepcionales en una época en la que, como expusimos en el apartado anterior, el conocimiento en sí era mal visto en la mujer, con lo que se descartaba enseñarle, por ejemplo, los idiomas clásicos. Éstos eran un requisito indispensable para acceder a la educación superior, si bien es cierto que figuras tales como Milton o Locke habían comenzado a cuestionar su importancia. Así, las mujeres de determinados ámbitos sociales pudieron acabar recibiendo una educación más útil que sus privilegiados hermanos, constreñidos por una rígida educación clásica y por la igualmente inflexible formación de los ámbitos eclesiástico o jurídico.
Una cuestión fundamental consistía en establecer qué conocimientos resultaban compatibles con los deberes de la mujer. Entre las materias que se consideraban apropiadas, dentro de la orientación cada vez más secular de los contenidos de la enseñanza en general, se encontraban la lectura, ciertos conocimientos de historia y de geografía, y las matemáticas, recomendables por su carácter eminentemente práctico. Mary Astell, en A Serious Proposal to the Ladies (1694), aconsejaba asimismo profundizar en las verdades religiosas y estudiar la filosofía de autores tales como Descartes o Malebranche, aprovechando que el francés era una lengua que las damas solían conocer. Esta misma autora recomendó otras materias para el estudio femenino en An Essay in Defence of the Female Sex (1696). Al igual que Defoe, se refirió a la necesidad de estudiar aritmética, especialmente para aquellas mujeres cuyos maridos tenían negocios. No se mostró partidaria, sin embargo, del estudio del latín y griego, llegando a afirmar: “I have often thought that not teaching Women Latin and Greek, was an advantage to them” (cit. en Jones, 1990: 213). Astell sí recomendaba, sin embargo, idiomas modernos tales como el italiano, el francés, el español o el holandés. Creía además que era positivo que las mujeres leyeran romances heroicos, novelas o poemas, dado que “unawares to them, give ´em very early a considerable Command both of Words and Sense” (Ibid., 213).
George Hickes, que tradujo y revisó el Traité de l´éducation des filles de Fénelon en Instructions for the Education of a Daughter (1704), recomendaba la lectura, la escritura, la aritmética, el latín, la historia griega y romana, los idiomas modernos y la filosofía moral (Nussbaum, 1984: 10-11). Locke, por su parte, aducía entre otras razones utilitaristas que se había de educar a la mujer de modo que pudiera instruir a sus hijos durante al menos ocho o diez años, edad a la que los hijos varones solían ingresar en una institución educativa. Recomendaba, pues, que la mujer pudiera leer el inglés perfectamente, y que poseyera un nivel básico de latín, aritmética e historia (Stone, 1979: 229). Por último, Eliza Haywood aconsejaba en The Female Spectator (1744-6) la geografía, la historia, la música, el baile, la poesía, la lectura moderada de novelas y, sobre todo, la filosofía, por aumentar esta última el conocimiento y fomentar la virtud. Haywood propuso incluso el estudio de la biología y la astronomía al ser un deber religioso estudiar la creación (Messenger, 1986: 132-4).
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