CAPÍTULO I:
CONTEXTO IDEOLÓGICO, SOCIOECONÓMICO Y EDUCATIVO
Discover not the knowledge of things, it is not expected
thou shouldst understand.
- ANÓNIMO, The Whole Duty of a Woman
Durante el siglo XVIII la cuestión femenina protagonizó múltiples escritos en los que filósofos, médicos y escritores en general reflexionaron sobre la naturaleza, identidad, y función social de la mujer. Hay quien considera incluso que este profundo interés por el universo femenino supuso el “descubrimiento de la feminidad”, lo que por sus múltiples implicaciones podría considerarse “una mutación decisiva en la historia de la civilización” (Hoffman, cit. en George Gusdorf, 1977: 12). En múltiples ámbitos, incluido el literario, tuvo lugar lo que podríamos denominar un proceso de “feminización”. Resulta paradójico, sin embargo, que ese nuevo protagonismo de la mujer no impidiera, en la práctica, el estado de subordinación al que estaba sometida de un modo generalizado. Como acertadamente señala Dominique Godineau, hemos de reflexionar sobre “ese movimiento contrario que sitúa a las mujeres en el centro de la sociedad, los escritos y el pensamiento y, paralelamente, tiende a relegarlas a la periferia, a reservarles un puesto inferior” (1995: 399). En efecto, el discurso acerca de la mujer y de su naturaleza estaba impregnado de la necesidad de contenerla, del deseo de hacer de su presencia una suerte de ausencia o, por lo menos, una presencia discreta, constreñida. El discurso, en definitiva, no mostraba a la mujer, la inventaba.
I. 1. LA NATURALEZA FEMENINA
En la ideología dominante, el concepto de naturaleza femenina llevaba implícita la desigualdad y, en última instancia, la inferioridad. Entre los discursos modeladores de la feminidad destacaban las teorías fisiologistas, que se apoyaban en los enunciados médicos sobre la naturaleza física y mental de la mujer13. Dichos enunciados, que fueron cobrando importancia en la legitimación de las costumbres y de la moral social, describían a la mujer, en lo esencial, como un ser dotado de un sexo perfectamente definido y distinto del sexo del hombre. Se consideraba que era precisamente la diferencia sexual lo que justificaba, de acuerdo con la naturaleza, la inferioridad femenina.
La misoginia que en gran medida invadía la cultura occidental hundía sus raíces en la propia Grecia, en las teorías aristotélicas y pseudoaristotélicas de diferenciación sexual, entre las que destacaba la creencia de que la mujer era más emotiva y menos racional que el hombre. Dicha creencia se basaba en el supuesto dominio que sobre la mujer ejercía el útero, al que ya Platón se refirió como un ser dotado de una autonomía total y poseído del “deseo de hacer niños”, deseo que intentaba imponerle a la mujer de modo anárquico e imperioso (Hoffman, 1977: 176). La tradición hipocrática incluso le asignó al útero movilidad dentro del cuerpo femenino, con lo que podía ejercer una compresión sobre los distintos órganos que conllevaba el desequilibrio psicológico. La mujer era considerada así una enferma perpetua, sometida de continuo a una matriz errante, además de a reglas, embarazos o síntomas propios de la menopausia. Aunque ya desde la segunda mitad del siglo XVII Willis y Sydenham habían desechado la hipótesis de la movilidad uterina, la causalidad de las afecciones histéricas (convulsiones, sofocos y ahogos, arritmia cardiaca, irritabilidad) se seguía situando, inequívocamente, en el útero. Los médicos acabaron viendo en los síntomas histéricos no sólo los signos clínicos de un desorden del cuerpo sino, en primer lugar, del espíritu. La creencia en ese útero dominador de la mujer conllevaba dos prejuicios de profundas implicaciones: la percepción histórica de la mujer como criatura especialmente inclinada a la sexualidad, corrupta y corruptora, y su descripción como un ser sensible a ultranza, presa de una imaginación sin riendas, al que “un exceso de sensaciones impide la maduración de las ideas, el paso de lo sensible a lo conceptual” (Godineau, 1995: 401). Se identificaba así el “logos” o lo racional con lo masculino. El discurso científico, tributario de un orden del mundo que convenía legitimar, extendía con toda naturalidad la supuesta inferioridad de la mujer, derivada de la diferencia sexual, a su ser entero y, en particular, a sus facultades intelectuales.
En una época en la que la lectura de la Biblia era una parte aceptada de la rutina diaria, la autoridad bíblica tuvo igualmente una gran influencia en la percepción histórica de la mujer y el papel social que se le asignaba. El Antiguo Testamento, en especial, refleja una sociedad marcadamente patriarcal. Dos textos son especialmente significativos en este sentido, el de la Creación (sobre todo Génesis 2:7-23) y el del Pecado Original (Ibid.: 3:16). Del primero se deduce que la mujer es una creación secundaria, hecha a partir del hombre y nombrada por él. En el segundo se establece que la sexualidad misma es un castigo para la mujer, a lo que se añade que el hecho de que fuera Eva quien sucumbió a la tentación en primer lugar ha sido constantemente citado como ejemplo de la fragilidad de la mujer y de su inherente falta de razón y de capacidad intelectual (Brophy, 1991: 26-7).
Por lo que respecta a la Inglaterra del siglo XVIII, una obra estableció en gran medida los parámetros en los que se iba a desarrollar el debate sobre la mujer: The Lady´s New Year´s Gift: or Advice to a Daughter. Escrita por el Marqués de Halifax y publicada en 1688, fue traducida al francés y al italiano, y se editó en Inglaterra al menos seis veces antes de 1700 y al menos otras once a lo largo del siglo XVIII. En The Lady´s New Year´s Gift se sistematizó así la supuesta complementariedad de hombres y mujeres, caracterizados por cualidades distintas:
You must lay it down for a Foundation in general, That there is Inequality in the Sexes, and that for the better Oeconomy of the World, the Men, who were to be the lawgivers, had the larger share of Reason bestow´d upon them; by which means your Sex is the better prepar´d for the Compliance that is necessary for the better performance of those Duties which seem to be most properly assigned to it (...) We are made of differing Tempers, that our Defects may the better be mutually supplied: Your Sex wanteth our Reason for your Conduct, and our Strength for your Protection: Ours wanteth your Gentleness to soften, and to entertain us (cit. en Jones (ed.), 1990: 18, cursivas en el original)
Fueron numerosas las mujeres que interiorizaron esta doctrina a pesar de serles tan desfavorable14. Así, por ejemplo, en The Whole Duty of a Woman (1701), escrito al parecer por una mujer, la autora repite casi literalmente las palabras de Halifax: “Our sex wants the other´s reason for our conduct and their strength for our protection. Theirs want our gentleness to soften and entertain them” (cit. en Brophy, 1991: 11-2). Más avanzado el siglo, en The Polite Lady: or, A Course of Female Education in a series of Letters from a Mother to her Daughter (1760), una madre admite ante su hija la dificultad “innata” con la que se encuentran las mujeres a la hora de controlar sus emociones: “our passions are much more keen and violent than those of the other sex, or, which is the same thing, we are less capable to check and restrain them” (Ibid.:12).
Junto a esta percepción mayoritaria de la naturaleza femenina, es justo referirse también a la existencia de algunas voces discordantes. Cristina de Pisan, autora de Le livre de la cité des dames (1405), reivindicó el valor moral, intelectual y político de las mujeres e inició lo que con el tiempo se denominó “la querelle des dames”, un intenso debate sobre las cualidades femeninas que, a lo largo de tres siglos, implicó a numerosos ensayistas y estudiosos de ambos sexos en diversos países europeos. Destaca, por ejemplo, la figura de Poullain de la Barre, cuya obra De l´égalité des deux sexes (1673) puede considerarse un auténtico hito en la historia del pensamiento feminista. Apoyándose en el método cartesiano, Poullain defendió la igualdad de mujeres y hombres, en nombre de la evidencia racional y en contra de todo tipo de prejuicios:
L´infériorité des femmes est un préjugé hérité et transmis, une démission de l´esprit de libre examen, une soumission déraisonnable à l´autorité des Anciens, philosophes et médecins (cit. en Hoffmann, 1977: 297)
Poullain afirmó que entre el hombre y la mujer existe una identidad esencial, no sólo por lo que respecta al alma sino también en cuanto al cuerpo, cuya sustancia sigue siendo similar sean cuales sean los modos que la diversifican (Ibid.: 299). Helvétius enfatizó igualmente la humanidad común entre hombres y mujeres, y afirmó en Del espíritu (1758) que las diferencias entre ambos sexos estriban únicamente en lo “moral”, es decir, en los factores sociales y políticos que, a lo largo de la historia, han determinado la especie humana.
La corriente igualitaria a la que nos hemos referido no era representativa de la ideología dominante. En este sentido, el discurso ilustrado, de vocación universal, se encontró con dificultades inevitables al afirmar, por una parte, que todos los hombres son iguales en derecho por naturaleza, e intentar, por otra, justificar la sumisión de las mujeres. El hombre-filósofo estableció, pues, un doble discurso, el del hombre sobre el hombre y el del hombre sobre la mujer. Supuesto observador neutro, el filósofo escribía en cuanto hombre, y era su propio sexo lo que le servía de referencia para analizar al otro. De los escritos de John Locke, por ejemplo, se podía deducir la igualdad intelectual entre hombre y mujer, pero dicho filósofo no quiso poner en entredicho el poder conyugal del marido sobre su esposa. Así, el principio de la igualdad de derechos fundados en la naturaleza era traicionado por la afirmación de la superioridad de uno de los sexos en el matrimonio.
Paralelamente y en aparente oposición a la percepción tradicional de la mujer como ser sexual, apasionado e inestable, se fue desarrollando a lo largo del siglo XVIII lo que podríamos denominar como “culto de la verdadera feminidad” (LeGates, 1976: 21). Basado en la exaltación de la joven casta y de la esposa obediente, supuso un cambio aparentemente radical con respecto a la imagen de la mujer y su papel en el matrimonio y la familia. Marlene LeGates advierte, sin embargo, que, en contra de las apariencias, dicho culto no supuso una ruptura dramática sino el intento por parte de los escritores ilustrados de encontrar una nueva base para una vieja moralidad, de dar una respuesta a un contexto social e intelectual específico. Así, la idea de una mujer moralmente superior suponía un apoyo ideológico a la familia vista como medio de consolidación social15. Por otra parte, la virtud femenina, que contribuía al fortalecimiento de la familia nuclear, quedaba subordinada, en última instancia, a la autoridad masculina, por lo que no suponía un peligro que la familia, la religión y el Estado pasaran a identificarse con la mujer. El nuevo ideal de la misma se convirtió, pues, en la base de la moralidad pública y privada.
Cabe añadir que el “culto de la verdadera feminidad” se inscribe en un contexto de profundos cambios económicos e ideológicos. Desde finales del siglo XVII, determinados sectores medios de la sociedad consideraban que una mayor influencia de la mujer podía suponer un componente de modernidad, una fuerza civilizadora. El asociar la virtud con la mujer, unida también tradicionalmente al lujo, ayudaba a contrarrestar la percepción de que las fuerzas transformadoras de la economía capitalista podían subvertir el orden político y social. La sociedad moderna debía distinguirse, pues, de la sociedad anterior en la modificación del comportamiento masculino de acuerdo con el mayor refinamiento de una mujer idealizada16. La mayor influencia femenina se tradujo, sin embargo, en nuevas definiciones restrictivas de la feminidad; en los distintos ámbitos culturales se estableció una distinción entre dos tipos fundamentales de mujer, la moralmente superior y la corrupta y corruptora. Bernard Mandeville, en The Fable of the Bees: or, Private Vices, Public Benefits (1714) llegó a afirmar que lo mejor que se podía hacer con esta última era facilitarle el ejercicio de la prostitución, puesto que era necesario sacrificar a una parte de las mujeres para preservar a las demás (Schofield, 1986: 187). A pesar de su aparente antagonismo, la mujer sexual e inestable y la joven casta o la esposa obediente eran, en cierta medida, dos caras de la misma moneda, la expresión doble y simultánea (ángel y demonio) de un mismo ser. Por irreprochable que pareciera, la mujer era percibida como una criatura ambivalente que no se podía librar del todo del estigma de la materialidad (Chaplin, 2004: 92).
Entre quienes han puesto de relieve la profunda significación política de las construcciones culturales a las que nos hemos referido encontramos a Nancy Armstrong, Ros Ballaster y Laura Brown, que han situado la figura de la mujer en el centro de un “campo de batalla” ideológico en el que distintas facciones intentaban poseer los símbolos más valiosos. Según Armstrong, la redefinición de la mujer fue un factor crucial en el ascenso de los sectores medios de la población (1987: 8-21). En efecto, al aportar un modelo de feminidad opuesto al aristocrático, el ideal de la mujer doméstica contribuyó a definir la identidad de dichos sectores, que posteriormente se aglutinarían en lo que hoy denominamos “clase media”17. Ballaster considera igualmente que el desarrollo de la figura de la mujer doméstica y del concepto de “sensibilidad femenina”, especialmente en la novela de la segunda mitad del siglo XVIII, influyó de manera decisiva en el auge de la “burguesía” (1992: 10). Por último, Brown afirma que la figura femenina, a través de sus conexiones simultáneas tanto con el intercambio y el comercio como con la violencia y la diferencia (asociadas estas últimas al “otro” potencialmente amenazador) jugó un papel crucial en la constitución de la ideología capitalista mercantil, formulada en torno a la división de géneros (1993: 3 y 18-9).
Por último, subrayar que en los discursos modeladores de la feminidad se insertaron procesos ideológicos a menudo inconscientes cuya finalidad justificadora y defensiva consistía en legitimar el destino que el hombre asignaba a la mujer en el seno de un nuevo modelo de familia, la burguesa. Dichos discursos formaban parte, en definitiva, de un proceso de construcción de “géneros”. En palabras de Molina Petit
Se habla de género cuando al hecho bruto del sexo se le asignan unas características, unos comportamientos, unos valores y unas expectativas que conforman un “modo de ser” masculino o femenino. (1994: 171)
En dicho proceso se estableció un reparto de tareas que abocó a la mujer a la domesticidad de un modo extraordinariamente eficaz y duradero.
I. 2. LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA MUJER
En la ideología dominante, a la diferencia anatómica e intelectual entre los dos sexos correspondía una diferencia de funciones sociales. De la función maternal y de la debilidad fisiológica de la mujer se deducía la conveniencia de que llevara una vida menos activa en el seno de la familia, que había de ser su razón de ser. La función social de la mujer fue, pues, redefinida por un nuevo discurso cultural, típico del pensamiento ilustrado, que, bajo la forma de un paternalismo necesario y protector, establecía una separación entre la esfera pública y la privada. Molina Petit enfatiza que precisamente una de las características más destacables del patriarcado como forma de poder es su capacidad para asignar los espacios de lo femenino (1994: 24). La mujer fue, pues, constreñida a la esfera de lo privado-doméstico con el fin de que el hombre pudiera acceder sin complicaciones a la esfera pública. Paralelamente, determinados cambios económicos contribuyeron a separar las relaciones de mercado de las domésticas, con lo que la aportación económica de la mujer fue resultando cada vez menos significativa (véase el apartado “La exclusión económica de la mujer”, pp. 71-79). El campo de acción femenino se vio reducido así tanto en sentido práctico como simbólico. Esto explica la paradoja de que se apartara a la mujer de las promesas ilustradas, teñidas de un espíritu eminentemente libertador: “fuera de “lo público” no hay razón ni ciudadanía, ni igualdad, ni legalidad, ni reconocimiento de los otros” (Molina Petit, 1994: 21)18. Por otra parte, precisamente porque la mujer era ajena a las tensiones de “lo público” podía ejercer una función de “guía moral” de la humanidad y “civilizar” al hombre.
Rousseau, en el Libro V de Emilio o de la educación, sistematizó e incluso radicalizó la ideología dominante al describir así los deberes de la mujer doméstica: “agradar [a los hombres], serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos, criarlos de pequeños, cuidarlos en la ancianidad, aconsejarlos, consolarlos, hacerles agradable y dulce la vida” (cit. en Crampe-Casnabet, 2000: 363-4). En definitiva, la mujer existía única y exclusivamente en función del hombre. Analizaremos a continuación el papel que se le asignaba en el ámbito doméstico.
I. 2. 1. La mujer y el matrimonio
Debido a la tradición protestante, en Inglaterra el matrimonio se convirtió en una cuestión capital para ambos sexos. En este sentido, E. B. Brophy subraya que en una cultura católica se suele admitir que el matrimonio es la condición natural para la mayoría de la gente, pero no necesariamente la más valiosa o la más deseable; en una cultura protestante, por el contrario, se considera que el matrimonio es tanto la condición más natural como la más deseable (1991: 95). Con la reforma protestante, pues, la institución matrimonial adquirió una consideración teológica más elevada, y el marido heredó gran parte de la autoridad del sacerdote. Por otra parte, si bien el contraer matrimonio era una cuestión importante para ambos sexos, para la mujer resultaba crucial, puesto que constituía su apuesta económica más segura además de ofrecerle respetabilidad y un cierto grado de autonomía (aunque muy limitada). Así, la mujer casada dejaba de estar bajo la autoridad de su padre para pasar a estar bajo la de su marido y su papel se reducía, en gran medida, al de moneda de cambio de un determinado poder económico y prestigio social. Sin embargo, el matrimonio era preferible a la soltería, un estado menospreciado socialmente.
I. 2. 1. 1. Un nuevo modelo matrimonial: el “companionate marriage”
Desde el siglo XVII la cuestión de cómo debían ser las relaciones entre marido y mujer se había vuelto especialmente polémica. Algunas voces se alzaron de manera más o menos explícita contra el modelo matrimonial imperante, que equivalía a una forma de tiranía legalizada. Se sucedieron las impugnaciones filosóficas contra la arbitrariedad de los matrimonios no fundados en un consentimiento mutuo, algo que exige la visión del matrimonio como contrato, una visión que encontramos en Locke y también en los puritanos y sus sucesores del siglo XVIII, los “dissenters”. Por lo que respecta al primero, representante de la ruptura con las teorías absolutistas del poder, cabe destacar, como ya mencionamos anteriormente, que dispensó, sin embargo, un tratamiento desigual a la sociedad conyugal frente a la sociedad política a pesar de que ambas se habían de constituir, teóricamente, por mediación de un contrato. Pese a que Locke afirma en Two Treatises of Government (1698) que quienes han firmado un pacto han determinado su unión voluntaria para conseguir ventajas mayores, siendo posible revocar dicho pacto si no se ha alcanzado el objetivo deseado, en el caso de la sociedad familiar Locke no establece una relación analógica con el estado en el sentido de que especifica que es el marido quien ostenta la autoridad, y ello no por consenso sino por la sujeción “natural” de la mujer respecto del hombre19. Se da, pues, así la paradoja de que los ciudadanos, “naturalmente” libres, detentan el poder conyugal sobre sus mujeres, sometidas a ellos de un modo igualmente “natural”. Por otra parte, de la importancia que la propiedad privada tiene en el pensamiento político de Locke se deduce que el auténtico poder del padre dentro de la familia se debe a su capacidad de disponer de sus bienes, capacidad que le es negada a la mujer (Molina Petit, 1994: 39-55).
En el ámbito literario destacaron voces como la de Mary Astell que denunciaron el hecho de que los hombres reclamaran libertad e igualdad para ellos en la esfera pública mientras imponían la subordinación de las mujeres en el hogar:
is it not then partial in Men to the Last Degree, to contend for, and practise that Arbitrary Dominion in their Families, which they abhor and exclaim against in the State? For if Arbitrary Power is evil in it self, and an improper Method for governing Rational and Free Agents, it ought not to be practis´d any where. (Some Reflections upon Marriage, cit. en Bannet, 2000: 27)
Eliza Haywood, autora de varias de las novelas analizadas en el presente estudio, denunció igualmente en The Wife (1756) el hecho de que la mujer, al casarse, se viera de súbito privada de toda autoridad ante el hombre:
the tables are reversed, the goddess is now stripped of all her divinity ; -- it is no more her province to impose laws, but to receive them ; -- and happy, very happy she may think herself whose yoke is softened by good nature and indulgence (cit. en Schofield 1982: 101)
Daniel Defoe, autor también de varias de las novelas que analizamos en este estudio, había criticado con dureza el modelo matrimonial imperante en Conjugal Lewdness, or Matrimonial Whoredom (1727). En su lugar, proponía el siguiente ideal matrimonial:
founded in Love (…) performed in the height of Affection; its most perfect Accomplishment consists not in the Union of the Sexes, but in the Union of the Souls; uniting their Desires, their Ends, and consequently their Endeavours, for compleating their mutual Felicity (cit. en Armstrong, 1987 : 81)
Defoe estaba describiendo un nuevo modelo matrimonial que los historiadores han denominado “companionate marriage”, basado en una relación afectiva y relativamente igualitaria entre marido y mujer. No existe unanimidad entre los historiadores sobre cuestiones tales como si este modelo es una creación del XVIII o hasta qué punto era habitual entonces. Según una línea de investigación iniciada por H. J. Habbakkuk, en una época en la que la noción de poder se asociaba a una mayor acumulación de tierras, el concepto matrimonial en los sectores prominentes de la sociedad (la clase alta y media-alta) debió de aproximarse más que nunca a una transacción económica (véase fig. 1, pág. 537). Lawrence Stone, por su parte, en su influyente The Family, Sex and Marriage in England, 1500 – 1800 (1979), distingue varios modelos matrimoniales según los distintos sectores sociales existentes, a los que atribuye su propia escala de valores y modos de comportamiento. El matrimonio concertado, por ejemplo, era típico de la aristocracia, y en los sectores sociales inferiores parece que el marido ejercía una autoridad despótica. Sin embargo, Stone advierte un importante cambio de actitud en la clase media-alta (“upper bourgeoisie”) y la “gentry” (“squirarchy”), sectores sociales adelantados en este sentido, en las que cada vez era más habitual casarse con la expectativa de encontrar afecto y compañerismo. En dichos sectores se produjo, pues, un cambio ideológico crucial que llevó a la generalización del “individualismo afectivo”, al que le correspondía el modelo matrimonial del “companionate marriage”. Inglaterra se habría colocado así un paso adelante respecto del resto de Europa en el desarrollo de una nueva ideología de la familia, basada en unas relaciones más estrechas, afectivas e igualitarias entre los esposos.
Randolph Trumbach, en The Rise of the Egalitarian Family: Aristocratic Kinship and Domestic Relations in Eighteenth-Century England (1978), coincide con Stone en que entre finales del siglo XVII y el siglo XVIII se produjo un cambio en las relaciones familiares de un sistema patriarcal a un sistema parcialmente igualitario o doméstico, que Trumbach inscribe dentro de un movimiento igualitario más amplio, motivado por distintos factores comerciales, religiosos, políticos y de “estructuras de parentesco” (“kindred structures”). Sin embargo, Trumbach sugiere que fue probablemente la aristocracia, cuya mayor preparación intelectual facilitaba un cambio cultural consciente, el sector social en el que primero se llevó a cabo este proceso. El hecho de que en el ámbito literario la impresión sea exactamente la contraria puede deberse a que los escritores, en su mayoría procedentes de los estratos sociales medios, retrataban a los aristócratas de modo satírico. Más recientemente, en Law, Land and Family: Aristocratic Inheritance in England, 1300-1800 (1993), Eileen Spring considera que es razonable creer que la motivación económica del matrimonio aristocrático ha sido exagerada.
Alan MacFarlane, en Marriage and Love in England: Modes of Reproduction 1300 - 1840 (1986), discrepa con respecto a otros autores en cuanto a cuándo se estableció o generalizó el modelo matrimonial del “companionate marriage”, al afirmar que era el modelo aceptado en Inglaterra tanto formal como informalmente desde al menos el siglo XIV. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que el control paterno era relativamente débil en un mercado de trabajo activo que ofrecía a los hijos una alternativa a la herencia. Peter Earle, por el contrario, subraya en The Making of the English Middle Class: Business, Society and Family Life in London, 1660-1730 (1989), el hecho de que la dote era una característica esencial de los matrimonios de los sectores medios de la sociedad (“middling people”). Dado que era muy inusual que la novia no hiciera aportación económica alguna, Earle duda que se pueda afirmar que la base del matrimonio era el amor y el afecto. El matrimonio se revelaba más bien como un “agente efectivo de acumulación”, ya que la mayoría de los matrimonios de los sectores sociales antes referidos se basaban en la “igualdad de fortuna” (“equality of fortune”), una expresión que significaba que a menudo la dote doblaba la fortuna del marido. Por su parte, J.V. Beckett enfatiza la dificultad de establecer modelos matrimoniales en un contexto en el que se mezclaban consideraciones económicas, motivos personales y ambiciones familiares (1996: 251).
Como conclusión, no está claro el grado de implantación del modelo matrimonial del “companionate marriage”, hasta el punto de que lo único que se puede afirmar con seguridad es que el matrimonio por amor pasó a mencionarse con mayor frecuencia y que desde distintas instancias parecía promoverse una nueva relación entre marido y mujer, basada en los sentimientos y no en la mera conveniencia. Son significativos, en este sentido, el hecho de que el matrimonio tradicional se convirtiera en uno de los blancos preferidos de la Ilustración así como el nuevo protagonismo de la pequeña y afectuosa familia nuclear en la literatura y el arte (véase fig. 2, pág. 537). Por otra parte, se abría la posibilidad de una reconciliación entre amor, sexo y matrimonio, ya que el modelo ideal de conducta de la esposa parecía incluir funciones carnales y emocionales que previamente solía cumplir sólo la amante.
Si bien la mayoría de los estudiosos consideran el “companionate marriage” un tipo de matrimonio más igualitario para la mujer, Ruth Perry afirma que también se puede interpretar que implicaba una mayor apropiación psicológica de la misma, ya que debía cubrir las necesidades del hombre en mayor medida (1992:192). En una línea similar Susan Moller Okin, que propone el término de “familia sentimental” frente al de “companionate family” de Stone, afirma que su implantación tuvo consecuencias catastróficas para los derechos y libertades de la mujer. Condenó a la misma a una mayor dependencia y domesticidad, la asoció al sentimiento y al amor en vez de a la racionalidad (que era percibida como una cualidad clave para la ciudadanía), y reforzó la legitimidad del dominio masculino dado que los intereses de la familia estaban totalmente unidos y basados en el amor. Así, se podía confiar con seguridad en maridos y padres para que ejercieran el poder en el hogar y representaran los intereses de la familia en la esfera pública (1981: 72-74).
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