I. 6. FISURAS EN EL PATRIARCADO
A pesar de lo expuesto anteriormente, es de suponer que la mujer de la época, ya fuera o no especialmente instruida, utilizaba lo mejor que sabía las fisuras del tejido social “para participar en el mundo público a pesar de los discursos, los prejuicios y las leyes” (Godineau, 1995: 404). Así, imaginamos la existencia de mujeres que supieron sobreponerse a las condiciones que les habían sido impuestas y que incluso lograron alcanzar una considerable cota de poder a través, por ejemplo, de su capacidad de influir en quienes las tutelaban.
Nos hemos referido anteriormente a una serie de tendencias y realidades que determinaron, en mayor o menor medida, la exclusión económica, legal e intelectual de la mujer. Sin embargo, autores como Margaret J. M. Ezell en The Patriarch´s Wife: Literary Evidence and the History of the Family nos advierten que es posible que la interpretación que han hecho los estudiosos del siglo XX de la situación de la mujer en épocas anteriores haya restringido sus actividades en mayor medida de lo que de hecho ocurría. El patriarcado ha sido considerado un conjunto de actitudes universalmente compartidas que afectaban a todas las facetas de la vida de una mujer. Ezell se opone a esta visión del patriarcado como “un sistema cerrado, completamente ineludible” (1987: 4). Llega a considerar, incluso, que el patriarcado doméstico del siglo XVII en Inglaterra es en gran medida un fenómeno literario. Señala, por ejemplo, que la supuesta capacidad decisoria del padre a la hora de elegir al futuro cónyuge de sus hijas queda en entredicho, por una parte, por el hecho demográfico de que casi la mitad de las mujeres de Londres de principios del siglo XVII hubieran perdido a su progenitor antes de los veinte años y, por otra, por el fenómeno de la emigración femenina a las ciudades, fenómeno que sin duda socavaría la posición paterna. En otro orden de cosas, el estudio de la correspondencia de una serie de familias lleva a Ezell a proclamar el papel fundamental que ejercieron algunas mujeres en la concertación de matrimonios, lo que implica un mayor poder real de éstas sobre la naturaleza y la estructura de la unidad doméstica de lo que era de esperar (Ibid.: 17-32). Así, si bien tanto la tradición como la ley excluían en gran medida la participación femenina, el espíritu que gobernaba la práctica social podía ser de otro signo.
Señalaremos a continuación una serie de “fisuras” en el patriarcado que podían contrarrestar las tendencias excluyentes de la mujer y aminorar el constreñimiento al que estaba sometida. Hemos de tener en cuenta que la pertenencia de una mujer a uno y otro sector social podía suponer una considerable variación con respecto a sus reivindicaciones y sus espacios de trasgresión. Las mujeres pertenecientes a sectores acomodados tenían la posibilidad de desafiar el orden social sin infringir la ley, lo que resultaba mucho menos factible para aquellas que carecían de medios económicos.
Ya expusimos con anterioridad que la ley inglesa resultaba especialmente injusta con la mujer casada, a la que prácticamente privaba de sus derechos y del control de sus bienes. Ante esta situación de indefensión, sus familiares solían negociar las capitulaciones matrimoniales (“marriage settlements”) de forma que se estableciera una suma anual destinada a sus gastos (“pin-money”) y una renta que le asegurara la subsistencia en caso de enviudar (“jointure”) (véase el apartado “La mujer casada”, pág.s 80-86). Así mismo, los bienes de una mujer podían ser administrados de tal manera que ella mantuviera el control de los mismos tras el matrimonio, aunque la mayoría de las mujeres ignoraba los métodos adecuados para conseguirlo. Las nuevas formas de propiedad eran potencialmente manipulables, por lo que los familiares de la mujer podían ceder sus propiedades o el dinero que le legaban a unos fideicomisarios (“trustees”) de modo que ella pudiera disfrutar de ellos o al menos transmitirlos a futuras generaciones sin el control de su cónyuge.
Entre los distintos tipos de jurisdicción existentes en Inglaterra, es decir, la eclesiástica, la señorial (“manorial”), la del “common law” y la de la Cancillería o “equity”35, fue ésta última la que permitió crear las bases de la “propiedad independiente” (“separate property”) de la mujer casada (Staves, 1990: 21 y 42). Así, por ejemplo, en 1725 el tribunal de la Cancillería estableció que si un testamento legaba bienes a una mujer casada sin haber nombrado administradores, se consideraba a su marido administrador de los mismos, pero éste no podía enajenar el legado. En 1746 se interpretó esta doctrina de un modo más amplio, de modo que toda herencia que recibiera una mujer de una persona ajena a ella o a su marido sería considerada como un obsequio para su uso personal, aunque su marido fuera el administrador (Trumbach, 1978: 83).
Por otra parte, Earle señala que, a pesar de lo establecido por el “common law”, algunas mujeres casadas podían emprender actividades de valor económico haciendo uso de dos vías principales. La primera era la doctrina del “patrimonio independiente” (“separate estate”) de la esposa, introducida por la Cancillería en tiempos isabelinos. Dicho patrimonio lo podían establecer los futuros contrayentes en el contrato prenupcial o se podía crear mediante la transmisión de bienes a personas de confianza de la futura esposa. En ambos casos, era necesario que el marido diera su consentimiento, si bien un fideicomiso creado sin el mismo podía considerarse legal en caso de separación o si el marido resultaba ser un derrochador. Así, el “patrimonio independiente” permitía al menos a algunas esposas poseer propiedades y, presumiblemente, comerciar por su cuenta. La otra vía mediante la cual las mujeres casadas podían llevar sus negocios personalmente se basaba en la costumbre de Londres (“custom of London”), que les permitía comerciar como personas independientes desde tiempos medievales mientras sus negocios no coincidieran con los de sus maridos (1989: 159-60). Sin embargo, dicha costumbre fue abolida por el parlamento en 1724.
A pesar de no constituir grandes avances, las resoluciones e interpretaciones judiciales a las que nos hemos referido se traducían en que las mujeres casadas tenían a su alcance mayores posibilidades de independencia económica. Asimismo, si bien en teoría la mujer casada no podía firmar un contrato puesto que carecía de plena personalidad legal, sí podía firmarlo en calidad de agente o sirviente de su marido. En caso contrario, no le habrían podido fiar en las tiendas, una situación habitual e incluso necesaria en la época. La ley apoyaba esta interpretación, y se asumía que los contratos firmados por una mujer casada para adquirir la ropa, la comida y el alojamiento necesarios los realizaba en calidad de agente de su marido, aunque él no le hubiera dado instrucciones explícitas para ello (Ibid.: 159). Esto era la consecuencia lógica de la obligación que tenía el marido, según el “common law”, de cubrir las necesidades básicas de su esposa (Staves, 1990: 131).
A pesar de lo expuesto, y si bien a principios del siglo XVIII se hicieron esfuerzos por aplicar la lógica del contrato a la relación marital, como en Bennet v. Davis (1725), en el que se permitió a una esposa poseer un patrimonio independiente de su marido sin necesidad de fideicomisarios, los resultados fueron socialmente inaceptables. Además, durante la segunda mitad del siglo, y especialmente tras la Revolución Francesa, el pensamiento político y legal inglés se caracterizó por una reacción conservadora. Así, por ejemplo, en Peacock v. Monk (1750-1) se impidió a una mujer legar una casa porque la había adquirido con su “pin money”, una cantidad destinada a bienes estrictamente “personales” (Staves, 1990: 133-49).
Por lo que respecta a la educación femenina, hemos visto que, a pesar de que la cultura no le estaba directamente destinada, la mujer de la época tuvo mayor acceso a la misma. Por una parte, la mujer que pertenecía a los sectores medios de la sociedad gozó del tiempo y los medios necesarios para leer; por otra parte, fueron múltiples los alegatos a favor de una mejor educación femenina, lo que se tradujo en la creación de centros educativos más avanzados. Prueba de la mayor preparación de la mujer es la obra que nos han legado múltiples escritoras. El que le estuviera vetado el acceso a las más altas instituciones educativas pudo tener incluso aspectos positivos, dado que se le negó la instrucción en los clásicos pero sus conocimientos adquirieron un carácter más práctico. Así, por ejemplo, las escritoras pudiendo encauzar sus obras por otros derroteros y acoplarse mejor a las nuevas necesidades de una sociedad en plena transformación, lo que explica su indudable éxito.
Como conclusión, si bien algunas mujeres pudieron superar a título individual la situación de desigualdad en la que se encontraba su sexo en general, para alcanzar la igualdad entre hombres y mujeres resultaba necesaria una profunda reeducación y reorganización de la sociedad.
CAPÍTULO II:
SOCIEDAD, NOVELA Y MUJER:
ACTITUDES DE LA HEROÍNA
Are not such Persons always buried in Oblivion, and can any Pen be found who would condescend to record such inconsiderable Actions?
CHARLOTTE LENNOX, The History of Miss Betsy Thoughtless
II. 1. "FEMINOCENTRISMO" DE LA NOVELA
En sus primeras manifestaciones el género novelesco apenas extendía su interés más allá del alcance de un individuo titular. Rara vez podían los demás personajes competir con esa atención central. Pues bien, en este contexto se produjo un fenómeno paralelo a la “feminización” en todos los ámbitos que caracterizó al siglo XVIII y a la que nos referimos en el capítulo anterior36. A pesar de la cultura patriarcal que evidentemente presidía el ámbito literario, la mujer se instaló en el centro mismo del mundo novelesco. Fauchery se refiere a este fenómeno como “feminocentrismo” de la novela y subraya cómo el hecho de centrarse en un personaje supuestamente poco activo, susceptible de ser sorprendido “al ralentí”, supuso un enriquecimiento para el género novelesco desde el punto de vista psicológico (1972:11). En efecto, el que el personaje principal de una novela fuera femenino implicaba el desafío técnico de cómo conseguir que resultara interesante una protagonista a la que su estado de subordinación social le impedía en gran medida emprender acciones externas. Por ello, debía atraer la atención del lector mediante sus sutiles respuestas a las iniciativas de los demás o a su examen detallado de motivaciones y cuestiones morales personales. Este proceso de profundización psicológica se vio favorecido, además, por la temática amorosa típica de la novela de la época. En este sentido, la relación amorosa viene a ser una lucha de voluntades que resulta especialmente reveladora de la identidad de los protagonistas (Doody, 1974: 123). Esto se aprecia mejor en el caso de las novelas epistolares, caracterizadas por la narración en primera persona y en las que el lector descubre progresivamente al personaje en cuestión por lo que dice o hace, al mismo tiempo que éste (o ésta) se descubre a sí mismo. Otro aspecto interesante del género epistolar desde el punto de vista psicológico es la inestabilidad de los términos de carácter moral, cuya acepción varía según los propósitos de quienes los utilizan (Flanders, 1984: 45).
Margaret A. Doody ha hecho hincapié en el gran número de novelas de protagonista femenina escritas entre 1700 y 174037. Las heroínas que encontramos en ellas, pese a estar constreñidas por la ley y las convenciones sociales, se alzan ante nuestros ojos como mujeres que piensan, que sienten, que analizan, que reaccionan. En otras palabras, la mujer alcanza el protagonismo como conciencia (1980: 8) y abre el camino a la consideración de la existencia e importancia de otras subjetividades, distintas de las dominantes (Backscheider, 2000: 10). Ningún ser humano es, pues, meramente pasivo y estático, en lo más profundo de uno mismo la conciencia está siempre viva y crece. Así, por ejemplo, las novelas de Richardson vienen a demostrar que cualquier persona, incluso la más humilde sirviente (como Pamela), es una conciencia ocupada en crear su propia naturaleza y destino en todo momento. La novela de la época vino a negar pues, implícitamente, una actitud mayoritaria según la cual la mujer era incapaz de tener experiencias significativas.
Llegados a este punto, resulta necesario reflexionar sobre las razones por las que la mujer disfrutó en el mundo novelesco de un protagonismo del que, en principio, carecía en la vida real. En primer lugar, hemos de tener en cuenta que entre el público lector al que iban destinadas las novelas destacaba el grupo constituido por las mujeres, cuyo número se incrementó sustancialmente a finales del siglo XVII38. Es natural que dichas lectoras se identificaran más con una protagonista femenina, especialmente si de sus experiencias podían obtener enseñanzas significativas para sus propias vidas. A propósito de la posible “utilidad” de la novela, es importante tener en cuenta las características del lector medio del género novelístico a finales del siglo XVII y a lo largo del XVIII. J. Paul Hunter destaca, en este sentido, que dicho lector o lectora provenía de un ámbito predominantemente urbano, y que era mayoritariamente joven y con aspiraciones (1990: 75-81). Así pues, en una época de cambios, en un ámbito a veces extraño y teniendo que tomar decisiones vitales de gran importancia, los lectores no sólo buscaban en la novela una forma de entretenimiento, sino pautas de comportamiento. Dichas pautas las venían ofreciendo tradicionalmente los manuales de conducta (“conduct books”), pero la novela tomó en cierto sentido el relevo al materializar dichos consejos y al proporcionar personajes modélicos.
Hemos de destacar así mismo el contenido político de la novela, su carga ideológica y su potencial como creadora de valores. Como advierte Ian Bell, el papel de la literatura en la sociedad no es nunca meramente pasivo, sino siempre intervencionista: la literatura busca estabilizar o desestabilizar la distribución del poder y la asignación de significados (Bell 1991: 229). En este sentido, Margaret A. Doody afirma que el mero hecho de que la heroína pasase a ocupar el centro de la narrativa puede entenderse como un desafío implícito al mundo de la autoridad masculina (1980: 8). No hemos de olvidar, como fenómeno paralelo al del creciente número de lectoras, el dominio, al menos numérico, del mundo novelístico de la época por parte de las escritoras, que supieron adaptarse con especial eficacia a un género que no las discriminaba por su falta de formación clásica y que constituía uno de los pocos medios a su alcance de obtener ingresos.
II. 2. ICONOGRAFÍA FEMENINA: ¿UN NUEVO MODELO DE MUJER?
La cuestión del feminocentrismo de la novela enlaza con la tensión ideológica existente entre el nuevo mundo progresivamente secularizado y racionalista del siglo XVIII y los valores tradicionales. Enlaza, así mismo, con las tensiones sociales y el proceso de redefinición y desarrollo del individuo que creaba el nuevo orden económico del capitalismo incipiente. En este contexto, Armstrong afirma que la mujer es en este periodo clave, que se inicia en las dos últimas décadas del siglo XVII, la figura de la que depende el resultado de la lucha entre ideologías contrapuestas (1987: 5). Hemos de tener en cuenta, en este sentido, que en la literatura en general la mujer se nos presenta como símbolo antes que persona. Su figura ofrece, a este respecto, múltiples posibilidades porque siempre ha sido más difícil de conceptualizar que la del hombre y particularmente susceptible de ser asociada a las más diversas representaciones, imágenes, mitos, etc., como un recipiente que se puede llenar con cualquier fantasía o una pantalla en la que se puede proyectar cualquier imagen (Backscheider, 2000: 7). Catherine Clément se ha referido a esta peculiaridad de la figura de la mujer como “peligrosa” movilidad simbólica39.
En las dos décadas finales del siglo XVII proliferaron los escritos, especialmente en forma de manuales de conducta, dirigidos a educar a las hijas de determinados sectores medios de la sociedad que aspiraban a ascender en la escala social. Se fue estableciendo, en este sentido, un “nuevo curriculum” en la educación de estas jóvenes que pretendía garantizar que resultaran mejores candidatas para el matrimonio que otras de mayor rango y fortuna. Se proponía para este fin un tipo de mujer cuyo valor principal fuera la feminidad, que brillara precisamente por aquellas cualidades que la diferenciaban del hombre. Frente a ella, la aristócrata representaba la superficialidad, el valor material en vez del moral, la sensualidad perezosa en vez de una preocupación constante por el bienestar de los demás (Armstrong 1987: 19-20). Las novelas de la época contribuyeron a subrayar esta diferencia. Así, por ejemplo, en Pamela Mr B. le explica a la protagonista que, dado el tipo de educación que reciben los aristócratas, basado en la permisividad, de haber elegido a una mujer de su clase no habría logrado la felicidad en el matrimonio:
two people thus educated, thus trained up, in a course of unnatural ingratitude, and who have been headstrong torments to every one who had a share in their education, as well as to those to whom they own their being, are brought together; and what can be expected, but that they should join most heartily in matrimony to plague one another? (463)
Las novelas de la época contribuyeron a crear un nuevo paradigma de feminidad no sólo mediante la crítica más o menos explícita de determinados valores sino mediante la codificación de un personaje femenino modélico, un “prototipo ideal” investido de significaciones. Dicho prototipo solía ser encarnado por la heroína, mientras que la mayor frescura y variedad de los personajes femeninos secundarios se explica porque éstos no tenían como misión edificar con su virtud a los lectores. Bajo una cierta multiplicidad de formas, pues, se advierten entre las protagonistas femeninas afinidades profundas que traducen un mismo contexto ideológico.
Llegados a este punto, conviene aclarar que, tal y como es habitual en crítica literaria, entendemos por “heroína” el personaje femenino principal de una obra literaria, sin tener en cuenta las posibles connotaciones de virtud u honor que el término pueda presentar en otros contextos. Por ello, incluimos en el presente estudio a Alovisa, Moll Flanders, Gigantilla, Roxana o Fanny Hill, a quienes podríamos calificar más propiamente, desde un punto de vista moral, como “anti-heroínas”.
Las heroínas analizadas parecen confluir en un estereotipo bastante limitado y definible, que por una parte refleja los valores de una época, pero que también contribuyó, en su momento, a crearlos, favoreciendo el desarrollo de la mujer doméstica así como el establecimiento de un código de comportamiento moral sutil y refinado. Sin embargo, la figura de la heroína no resulta tan monolítica como cabría esperar, dado que la vocación “realista” de la novela exige que ésta no sólo sea la imagen de un ideal, sino la imagen creíble de una persona. Clarissa, por ejemplo, es la representación ficticia de una joven, y a la vez el ser modélico que muchos admiran y que ella misma se esfuerza por encarnar.
A pesar de no provenir necesariamente de los estratos medios de la sociedad, las heroínas seleccionadas reflejan los nuevos valores compartidos por dichos sectores, para los que el ideal de la mujer doméstica suponía una nueva forma de cohesión social, un terreno común que no discriminaba entre profesiones, facciones políticas o afiliaciones religiosas. En este sentido, se ha de tener en cuenta la extracción social no sólo del público lector sino también de los creadores de dichas heroínas. Unos y otros no disfrutaban ni de una fortuna familiar ni de un rango significativo, si bien tampoco procedían de los estratos más bajos de la sociedad. En términos contemporáneos, su posición social vendría a equivaler a la de la clase media o la pequeña burguesía. Si examinamos, pues, la extracción social de los novelistas a los que nos referiremos, en esta clase habría que encuadrar a Daniel Defoe, comerciante fracasado, a Samuel Richardson, que consiguió dirigir una de las imprentas más importantes de Londres, y también al propio Henry Fielding quien, a pesar de provenir de una distinguida familia de aristócratas y militares, se vio acosado por grandes dificultades económicas. John Cleland, por su parte, provenía de una familia de cierta prominencia social pero acabó siendo soldado raso en la India; si bien logró convertirse en administrador de la East India Company en Bombay se arruinó al volver a Inglaterra, hasta el punto de que terminó Memoirs of a Woman of Pleasure en la cárcel.
Por lo que respecta a la extracción social de las mujeres novelistas, nos encontramos con la dificultad de establecer sus biografías, a veces por el empeño que ellas mismas pusieron en ocultar ciertas “irregularidades”. Sin embargo, los datos de que se dispone apuntan a que procedían igualmente de los sectores medios de la sociedad. Eliza Haywood, por ejemplo, era hija de un tendero y estuvo casada con un clérigo. Significativamente, reivindicó en The Disguised Prince, or the Beautiful Parisian (1733), la elección de protagonistas de clase media:
Those who undertake to write Romances, are always careful to give a high Extraction to their Heroes and Heroines; because it is certain we are apt to take a greater Interest in the Destiny of a Prince than of a Private Person. We frequently find, however, among those of a middle State, some, who have Souls as elevated, and Sentiments equally noble with those of the most illustrious Birth (cit. en Ioan Williams, 1970: 87)
De Charlotte Lennox no se conoce con certeza ni su fecha de nacimiento, ni el lugar del mismo (puede haber sido Nueva York o Gibraltar), pero sí el hecho de que su padre era militar, si bien de menor graduación de lo que ella afirmaba. Frances Sheridan, por su parte, era hija de un clérigo y se casó con un actor.
A la extracción social media de los escritores y escritoras a las que nos hemos referido se une también el hecho de que, bien por motivos de género, o por su pertenencia a determinados grupos religiosos o políticos, la mayoría se encontraba alejada de los círculos privilegiados e incluso había sufrido discriminación en mayor o menor medida. Esto se tradujo en la tendencia de estos escritores a criticar el “establishment”. Incluso si una novela reafirmaba teóricamente el status quo, la tendencia del género a dar protagonismo a la posición no dominante lo hacía subversivo y creaba un espacio para la definición y el desarrollo del “otro”. Por otra parte, es de suponer que estos autores tendrían un especial interés por analizar la conducta y los procesos que facilitaban la adquisición de poder político, económico y cultural y que, por extensión, sus textos atraerían un público lector que ambicionaba una mejor posición social (Backscheider, 2000: 9-22).
Por último, señalar que la mayoría de los escritores y escritoras a los que nos hemos referido pertenecían a un mismo círculo reducido aunque no formaban un grupo literario. Tanto su extracción social como el hecho de dedicarse, por distintas circunstancias, a un género que carecía de valor para los grandes literatos del momento se tradujo en que muchos de estos escritores y escritoras se conocían en persona, y en que sus vidas se fueron entrelazando en mayor o menor medida en el escenario de la vida londinense40, una circunstancia que no habíamos previsto al iniciar el presente estudio. Así, por ejemplo, Samuel Richardson publicó una comedia de Eliza Haywood, A Wife to be Let, en 1735; por otra parte, es seguro que había leído su obra y pudo haberla conocido en persona. La propia Haywood pudo haber colaborado, a su vez, con Daniel Defoe en la escritura de una serie de panfletos sobre el profeta Duncan Campbell. Haywood, que además de escritora fue una actriz conocida, trabajó asimismo con Henry Fielding cuando él gestionaba el Little Theatre en Haymarket. De hecho, Fielding escribió una sátira sobre ella en The Author´s Farce (1730), a lo que ella le respondió con una alusión en The History of Miss Betsy Thoughtless (1751)41. Por otra parte, tanto Charlotte Lennox como Frances Sheridan pertenecían al círculo del Dr. Johnson, en el que también eran habituales, entre otros, Richardson y Sarah Fielding, hermana de Henry. Frances Sheridan, que también conocía a Fielding, había conocido a Richardson a través de su marido, Thomas Sheridan, actor y director teatral, y decidió poner el manuscrito de Memoirs of Miss Sidney Bidulph en sus manos. El único escritor que no parece haber tenido contacto personal con el resto de los escritores y escritoras analizados en el presente estudio es John Cleland, cuyo padre, sin embargo, había sido amigo de Pope, Gay y Steele, al igual que el propio Cleland lo fue de Smollet.
Volviendo al prototipo femenino al que nos referimos con anterioridad, el tema de la inocencia de la mujer y de la necesidad de su recato recibe en esta época un nuevo énfasis dramático, más efectivo. Se lleva a cabo, pues, una clasificación de las mujeres basada casi exclusivamente en su relación con los hombres, lo que se traduce en la polaridad que se establece entre, por una parte, la doncella virgen, la esposa casta y la viuda abstinente y, por otra, la prostituta, la cortesana o la adúltera. Este conjunto de roles normativos y transgresores reflejan la importancia que cobran entonces la sexualidad y el cuerpo femenino, precisamente las fuerzas que más requieren (y más amenazan) el dominio patriarcal. Se propone un ideal angélico que sirva de patrón para juzgar a las mujeres, un ideal que encarne supuestas verdades eternas sobre el amor, la sexualidad femenina y la mujer. Podríamos considerar dicho ideal como un auténtico “mito” según la teoría de Roland Barthes, quien afirma que un mito proporciona a la intencionalidad histórica una justificación natural, de modo que lo contingente acaba pareciendo eterno42. Pierre Fauchery, por su parte, sugiere que un personaje consagrado por el triunfo adquiere la autoridad de una “categoría”. La alusión o evocación que se haga de dicho personaje en obras posteriores conllevará una serie de asociaciones de ideas que le ahorrarán al escritor “tout un ordre de développements, et sera utilisée par lui à la manière d´une brachylogie” (1972: 66). Refiriéndose a Pamela y Clarissa, Terry Eagleton afirma que no constituyen tan sólo personajes ficticios, sino auténticas mitologías públicas, coordinadas de debate moral, espacios simbólicos en los cuales se puede entablar un diálogo, alcanzar un consenso o librar una batalla ideológica (1982: 4-5). Esto se vio favorecido por los hábitos del mercado literario de la época, sobre todo porque el concepto de “originalidad” no coincidía con el de hoy en día. Era habitual, por ejemplo, que los escritores intentaran aprovechar el éxito de una determinada obra creando otra cuyo título tomara el nombre de su personaje principal, añadiéndole el epíteto de “nueva”. En la segunda mitad del siglo es indudable, por ejemplo, la pervivencia de las heroínas de Richardson, hasta el punto de que se puede hablar de “las hijas de Pamela”; esto no supone, sin embargo, que su significación permaneciera invariable, pudiéndose producir alteraciones considerables con respecto al mito original (Fauchery, 1972: 66-72).
El desarrollo de un nuevo modelo de mujer no fue, obviamente, lineal. Como las novelas que nos disponemos a analizar abarcan desde 1719 hasta 1761, dentro de lo que podríamos considerar como el “periodo de formación” del género novelístico, nos encontramos, especialmente hasta el momento en que aparecen las influyentes heroínas de Richardson en escena, con una cierta variedad de actitudes y personalidades.
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