Tesis doctoral


MÍMESIS E IDEOLOGÍA EN EL GÉNERO NOVELÍSTICO



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1. MÍMESIS E IDEOLOGÍA EN EL GÉNERO NOVELÍSTICO
El término “mímesis” se ha venido utilizando desde los tiempos clásicos para definir la relación existente entre arte y realidad. A pesar de que no se trata de un término homogéneo, se asocia fundamentalmente al concepto de “similitud”, si bien puede también expresar la idea contraria2. En el caso de la literatura, la “mímesis” engloba un mito de estructura platónica, al considerarse que el “mundo” (la naturaleza) es ontológicamente anterior al “artefacto lingüístico” por lo que éste último viene a constituir tan sólo una recapitulación de lo que ya existe. Con respecto al género novelístico, se considera que éste depende de la “mímesis” de un modo particularmente intenso ya que desde sus inicios se ha asociado al empleo de técnicas realistas (especialmente vinculadas al periodo que nos ocupa), gracias a las cuales se ha pretendido que el lector o lectora se sintiera testigo no ya del arte, sino de la vida misma. En este sentido, la novela suele asociarse asimismo al concepto de “verosimilitud”, al suponerse que contiene, en comparación con otros géneros, una autenticidad inherente y una probabilidad intrínseca a pesar de los códigos y convenciones a los que se ha de ajustar. Sin embargo, es por otra parte indudable que toda obra de ficción constituye un “simulacro” en el que el vertiginoso desorden de la vida “se torna orden: organización, causa y efecto, fin y principio” (Vargas Llosa, 2002: 19). El novelista es, pues, un simulador que tan sólo aparenta recrear la vida. Por otra parte, el mito de la “mímesis” oculta una situación fenomenológica más compleja: el lector de una obra busca conformidades entre el mundo ficticio y el suyo propio, detalles que corroboren su propia concepción de “cómo son las cosas”. Las obras miméticas no serían, pues, las que representan la realidad exterior, sino aquellas susceptibles de que el lector las cargue de significado de acuerdo con su propia concepción de lo real (Castle, 1982: 149-150).

El lenguaje literario es especialmente conflictivo a la hora de establecer una relación entre el significado de un texto determinado y su referencia. Castle, recogiendo las tesis de Roland Barthes, mantiene que el significado no es inmanente al texto, que éste no es nunca “transparente” sino que, dado el estatus del texto como objeto lingüístico, su naturaleza se caracteriza por la polisemia y, en última instancia, la arbitrariedad. Entre otras muchas posibilidades, el significado lo producen los lectores según sus distintas expectativas psicológicas, sociales y culturales (Ibid.: 51)3. Por ello, hasta los escritores más individualistas dependen en última instancia de la comunidad de ideas de la que forman parte. Sin embargo, también es cierto que seleccionan e ineludiblemente dan forma a los hechos que narran cuando los presentan a su audiencia. Dicho proceso de selección, necesario en todo acto de narración, expresa juicios de valor, aunque la obra en cuestión no se caracterice por un didacticismo obvio y el escritor o escritora se proponga evitar toda moralización. Por otra parte, la dificultad de establecer la relación exacta entre el significado y su referencia se hace mucho más acusada si el autor o autora decide romper el “contrato mimético”, una característica típica del género novelístico. Ejemplos paradigmáticos de ello son Tristram Shandy y una obra que analizaremos con detalle, Clarissa. La multivocalidad de esta última da pie a tantas interpretaciones que Richardson, desalentado por los supuestos errores en que incurrieron las lectoras de su círculo íntimo, se vio obligado a incluir en ediciones posteriores una mayor intervención “editorial” y a enfatizar, por ejemplo, los rasgos diabólicos del personaje de Lovelace.

El género novelístico es ambivalente en el sentido de que se refiere al mundo de una manera creativa, pero también cognitiva y referencial. Si bien las “visiones del mundo” que nos presenta constituyen una ilusión y no se correspondan estrictamente con la realidad, Althusser afirma, refiriéndose a la literatura en general, que dichas “visiones”

do make allusion to reality, and that they need only be ‘interpreted’ to discover the reality of the world behind their imaginary representation of that world (ideology = illusion / allusion) (cit. en Eagleton, 1994: 102)

Ahondando en la estrecha correspondencia que existe entre una determinada obra de ficción y el medio que la produce y la “consume” Lennard Davis considera que aquellas categorías de la taxonomía literaria que distinguen entre “realidad” y “ficción”, “historia” e “invención”, “fantasía” y “representación” son subjetivas y forman parte de un sistema ideológico general. La “realidad” y la “ficción” no han de entenderse como dos categorías distintas e incuestionables sino como los extremos, inextricablemente asociados, de un continuum. Davis cree incluso que la cultura moderna puede haber creado estas dos categorías con el fin de evitar sanciones religiosas, políticas y legales contra la publicación de determinados textos (1983: 8-9 y 212-22). Por su parte, Rosemary Jackson distingue en Fantasy: The Literature of Subversion tres grandes modos de literatura narrativa: el mimético, el maravilloso y el fantástico. El modo mimético persigue un cierto tipo de correspondencia entre el universo ficticio y la “realidad”. El modo maravilloso tiende a construir un universo irreal de naturaleza secundaria o alternativa, que por ello no entra en conflicto con lo que podríamos denominar “realidad usual”. Finalmente, el modo fantástico es hasta cierto punto una combinación de los dos precedentes, ya que utiliza las convenciones de la ficción realista para afirmar que lo que cuenta es real y a continuación introduce elementos manifiestamente irreales. Si bien este último modo se suele articular en torno a una lucha con los límites de su contexto social, no puede entenderse si se aísla de dicho contexto (1981: 33-42). En Myth and Metaphor Northop Frye incide igualmente en la idea de que es imposible crear una fantasía totalmente desligada de su contexto social, dado que nadie es capaz de separarse totalmente de su medio (1990: 4).

Un problema fundamental en torno a la cuestión de hasta qué punto la novela refleja la realidad del mundo a pesar de ofrecer una representación imaginaria del mismo es el de la ambigüedad de las acciones y del discurso del ser humano. Aunque fuera indudable lo que se dijo o hizo en un momento dado (lo que en el mundo literario es imposible, dado que, al ser contados y traducirse en lenguaje, los hechos sufren una profunda modificación), siempre serían cuestionables los motivos y los significados correspondientes. Por otra parte, es necesario distinguir en la novela dos niveles, el de la “representación mimética” y el de la “proyección deseada”. A este respecto, Mario Vargas Llosa, en La Verdad de las Mentiras, afirma que es indudable que las novelas “mienten” pero se da la paradoja de que “mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es” (2002: 16). Las novelas existen porque las personas no se resignan a no tener las vidas que les gustaría tener, lo que explica la predisposición sediciosa del género. Ros Ballaster, refiriéndose a la obra de Eliza Haywood, habla de “mímesis subversiva”, que permite que la obra de ficción desafíe y a la vez compense los límites de la realidad (1992 a: 195).

Otra cuestión que cabe plantearse con respecto al contenido mimético de la literatura es la de si es posible obtener de ella alguna información objetiva y relevante. ¿Podemos descubrir la realidad de la vida social bajo la cobertura de lo ficticio, o en los intersticios de lo no dicho? Como ya explicó Aristóteles en una famosa paradoja, la poesía contiene más verdad que la historia, al menos en el sentido especializado de que su aplicación a los asuntos humanos es más general4. En el pasado, era habitual que los historiadores hicieran uso de las obras literarias como fuentes primarias para documentar, por ejemplo, determinadas realidades sociales. Sin embargo, la búsqueda de un mayor rigor histórico, basado en lo estadísticamente demostrable, ha convertido a la literatura en una fuente “sospechosa” a causa de su naturaleza inherentemente intuitiva y subjetiva. Así, sólo parece lícito recurrir a la literatura cuando se pretende ilustrar una tendencia ya establecida por otros medios.

Ian Bell subraya que resulta paradójico poner objeciones a la utilización de la literatura en los estudios históricos a causa de su inevitable tendenciosidad si se tiene en cuenta que todo escrito es, por su propia naturaleza, intervencionista y parcial; todo texto implica, como mínimo, seleccionar datos, dar prioridad a determinados elementos individuales y omitir características consideradas irrelevantes o accidentales (1991: 22). Por su parte, Lennard Davis afirma que, si bien pocos niegan la existencia de una relación causa-efecto entre los acontecimientos políticos y los culturales, se suele evitar establecer dicha relación porque no disponemos de una metodología rigurosa que pueda demostrar la interconexión entre los géneros literarios y el cambio histórico (1983: 85-6).


Toda ficción es expresión de la sociedad, y por lo tanto representativa de una ideología o al menos, en palabras de Georges Gusdorf, de “un moment de la culture, un certain état des moeurs intellectuelles et morales” (cit. en Hoffmann, 1977: 9). Creemos que es éste el sentido en el que la literatura puede constituir una fuente legítima para el historiador. De nuevo en palabras de Gusdorf

La connaissance littéraire est cette approche multiple et complexe qui vise à la restauration du sens en sa plénitude, par l´éclairement des circonstances proches et lointaines, par la reconstitution du contexte extérieur et intérieur. (Ibid.: 11)


Lawrence Stone, un historiador muy criticado por su frecuente utilización de fuentes literarias, admite que éstas presentan la dificultad de ser documentos de carácter marcadamente personal e idiosincrásico. Por ello, con el fin de poder deducir las normas comúnmente aceptadas de comportamiento social y moral de las personas de una determinada clase social, educación y época, Stone afirma que los documentos literarios han de ser examinados “en grandes cantidades” (“in bulk”), de modo que podamos estar seguros de que no tomamos la excepción por la regla (1979: 25-6). Ian Bell recomienda esta misma estrategia con el fin de llegar a un compromiso entre los requisitos del estudio literario y los del estudio histórico. Refiriéndose concretamente al estudio de los personajes literarios, propone ir más allá del análisis de personajes individualizados o idiosincrásicos y centrarse en el personaje “representativo”. En el caso de que, tras el análisis de una serie de textos, resultara posible encontrar una serie de figuras similares presentadas de un modo similar, se podría identificar un estereotipo que podríamos considerar expresión de una percepción ampliamente compartida por un determinado grupo social (1991: 25-6)5. Este tipo de lectura supervisada, tipológica, resulta, según Bell, especialmente apropiada para los escritos “populares” de la época, aunque en este estudio nosotros la hemos aplicado a un conjunto de novelas que creemos no poder calificar como tales, salvo que por “popular” se entienda que tiene un amplio público lector, sin connotaciones peyorativas respecto a su calidad literaria.


Ahondando en la cuestión de la utilización de las fuentes literarias en los estudios históricos o sociológicos, Eve Tavor afirma que el “sociólogo de la literatura” que desee tomar una fuente literaria como punto de partida y eje de su investigación ha de relacionarla necesariamente con otros campos de estudio. Ha de investigar, pues, las “formas” (los modos en los que una serie de “visiones del mundo” se expresan en la composición y la caracterización) que relacionan a la literatura con tratados filosóficos y teológicos, constelaciones sociales y políticas, imperativos económicos, así como las costumbres y creencias de determinados sectores de la población. Puesto que el “sociólogo de la literatura” considera que las creaciones de la mente son respuestas indirectas a situaciones sociales vividas, ha de buscar tanto las cuestiones tópicas inmediatas como las configuraciones sociales más permanentes que dieron lugar a ellas. Además, se ha de situar una obra concreta dentro del conjunto de las obras de su autor o autora, en el contexto de su vida, en el marco de sus relaciones personales y profesionales y teniendo en cuenta su audiencia real e ideal (1987: 2-3).

Algunos autores consideran que el papel que puede jugar la literatura en los estudios históricos o sociológicos no reside exclusivamente en su posible contenido mimético. Mijail Bajtin, por ejemplo, advierte lo siguiente:

La novela participa en la vida social y es actual dentro de ella precisamente como novela, y en cuanto tal ocupa a veces un lugar muy importante en la realidad social; en ocasiones este lugar no es menos importante que los fenómenos sociales reflejados en su contenido. (1994: 72)

En la misma línea, John Bender considera que la literatura en general anticipa y a la vez contribuye a la creación institucional. Este autor ha estudiado el modo en que las novelas del siglo XVIII formularon, y por lo tanto permitieron, el acceso consciente a una textura real de actitudes, a una “estructura de sentimiento” (“structure of feeling”)6 que se tradujo, por ejemplo, en la transformación de las instituciones penitenciarias. Bender considera, pues, que las novelas no son mero reflejo del cambio social sino que lo posibilitan al constituir un “medio de emergencia cultural” en el que nuevas imágenes, nuevos sistemas culturales adquieren protagonismo y se hacen tangibles (1987: 7). Por todo ello Bender cree que las novelas han de ser consideradas fuentes históricas e ideológicas primarias. En el mismo sentido, Margaret Blondel señala que no es casual, por ejemplo, que Richardson formara parte del consejo de administración de la “Magdalen House”, una institución creada en 1758 con el fin de reformar a las prostitutas por la vía religiosa y enseñarles un oficio que les permitiera integrarse plenamente en el mercado laboral7. Según Blondel, la novela inglesa contribuyó a crear dicha institución al producir el personaje de la prostituta virtuosa (1976: 989). Nancy Armstrong, por su parte, asegura que en ciertas ocasiones la literatura ha creado las condiciones semióticas óptimas para que se produjeran cambios radicales en las relaciones políticas y económicas (1987: 21).

Lo expuesto anteriormente nos lleva a la conclusión de que la literatura y la “ciencia social” son dos esferas que, aunque distintas, no tienen por qué ser mutuamente excluyentes. La literatura ha de encontrar su sitio entre las diversas formas de conocimiento y coexistir con la historia y la sociología, sin invadir las unas los dominios de las otras. La “subjetividad” propia de la literatura no es incompatible con la supuesta “objetividad” de otras ciencias humanas puesto que, al fin y al cabo, el investigador siempre tiende a utilizar, sin proponérselo, los paradigmas constitutivos de su propia cultura. Tanto en los textos literarios como en los históricos es inevitable el hecho de que nuestro propio marco cultural predetermine lo que buscamos en nuestra investigación y la interpretación de lo que encontramos. Margaret Ezell afirma, incluso, que la propia historia social es un tipo de narración y que abundan en ella las convenciones literarias (1987: 7). Por otra parte, el estudio histórico más riguroso no puede transmitir los matices de la experiencia del sujeto histórico en la misma medida en que lo hace su propia voz (Grundy, 2000: 185).

Nos hemos referido anteriormente al contenido mimético de la novela, a la que consideramos un privilegiado instrumento cognitivo de la experiencia humana. A continuación nos referiremos a uno de sus aspectos más útiles para el estudio histórico y sociológico: su especial contenido ideológico. Es indudable que las novelas no describen estrictamente la vida, la describen tal y como es representada por la ideología dominante, generalmente reflejada por la visión del autor o autora. Las novelas representan uno de los modos por los que la cultura aprende de sí misma, por lo que se convierten en agentes portadores de ideología (Davis, 1983: 24-25). Por otra parte, coinciden con ésta en intentar ocultar el rastro de su propio artificio y en pretender ofrecer una explicación completa y evidente del estado de cosas de una sociedad8.

John Richetti, en su análisis de aquellas novelas anteriores a Richardson que en su momento denominó “populares” afirma que su importancia radica fundamentalmente en que son “ideológicamente transparentes”. Sus autores (que solían limitarse a aplicar fórmulas de éxito) articulaban, inconscientemente, una ideología, proporcionando al lector/-a una simplificación de la estructura social y del universo moral que les situaba en un mundo de valores inteligibles. El que este tipo de narrativa exponga abiertamente sus propósitos e intenciones resulta particularmente útil para el análisis histórico (1992: xxv-xxvi).

Lennard Davis afirma en Factual Fictions: The Origins of the English Novel que el concepto de ideología, tal y como lo entendemos hoy en día, se formó en el mismo contexto que la novela, es decir, ligado a la prensa. En un momento determinado, los hechos y acontecimientos pudieron trascender el nivel de lo particular y convertirse en esa entidad altamente “ideologizada” y “cargada de valores” que denominamos “noticia”. Según Davis, las novelas “surgieron” en parte como una reacción compleja a las leyes y medidas legales que a principios del siglo XVIII intentaron controlar los efectos del periodismo, por lo que constituyen formas tangibles de una defensa altamente codificada y profundamente reflexiva contra la autoridad y el poder en general. En este sentido, Davis advierte que no se puede afirmar, estrictamente, que las novelas encarnen una ideología determinada dado que también se oponen a la misma. El carácter ficticio de la novela podría considerarse, pues, como una estratagema para enmascarar su auténtica función ideológica, informativa y crítica en contra de la ideología dominante. Las novelas requieren, pues, la existencia de un sistema ideológico común si han de tener sentido para los lectores pero a la vez se oponen a dicho sistema. Davis atribuye a esta aparente paradoja la gran vitalidad de la novela como género (1983: 212-22).

En esta misma línea, Spacks, en Desire and Truth: Functions of Plot in Eighteenth-Century English Novels, enfatiza el hecho de que las novelas nos hablan de ilusiones y deseos a menudo insatisfechos. Como éstos suelen adquirir formas prohibidas, la novela presenta necesariamente aspectos tanto subversivos como convencionales. Una novela puede, pues, apoyar de un modo explícito las normas dictadas por la sociedad en la que se genera, mientras implícitamente fomenta la duda y el desafío (1990: 11).

2. APROXIMACIÓN METODOLÓGICA: LITERATURA E “HISTORIA DE LAS MENTALIDADES”
La aproximación metodológica de la presente investigación resulta de una simbiosis de los distintos movimientos críticos que hemos considerado más aptos para abordar el tema de nuestro estudio. Nuestro punto de partida es de carácter historicista en el sentido de que creemos que no podemos desligar las características de la heroína de la novela inglesa del siglo XVIII de las condiciones sociales, económicas o políticas de la época. Esta postura nos presenta el problema de establecer posibles correspondencias y discordancias, o incluso posibles relaciones de causalidad, entre la figura de la heroína y su contexto histórico. En este sentido hemos de tener en cuenta, como ya mencionamos en el apartado anterior, que la literatura no sólo refleja en mayor o menor medida la realidad histórica sino que realiza la importante función de contribuir a la evolución de la sociedad que la genera.

A la hora de definir nuestro método cabe señalar que se trata de un planteamiento pragmático en el que primará la lectura exhaustiva del corpus seleccionado. Mediante dicha lectura, y con el apoyo de diversas corrientes de teoría y crítica, intentaremos detectar, ensamblar e interpretar una serie de signos dispersos con el fin de descifrar el sistema ideológico del que forman parte. En este sentido, nos han parecido particularmente relevantes las aportaciones y hallazgos de una corriente historiográfica, la denominada “historia de las mentalidades”, a la que nos referiremos a continuación.

La “historia de las mentalidades” constituye un sector de la historiografía que podríamos situar entre la historia de la cultura y la historia social. Se desarrolla a partir de la convicción de que los diversos condicionantes sociales, económicos, políticos, etc., por importantes que sean, no explican por sí solos el comportamiento humano; en este sentido, si bien constituyen la influencia exterior que todos recibimos, no comprenden una serie de sentimientos, actitudes y valores que influyen de manera decisiva en nuestra conducta. La “historia de las mentalidades” acepta, pues, el reto de “afrontar lo real de manera más directa, en toda su complejidad, en su totalidad” (Vovelle, 1985:19). Incluye en su campo de estudio lo que José Luis Abellán denomina “el elemento existencial o extraintelectual” (cit. en Abad, 1987: 12), lo que implica prestar especial atención a lo cotidiano, lo privado, lo individual. En este sentido, la “historia de las mentalidades” parte de la idea de que nuestra percepción de la realidad depende, más que de esa realidad en sí, de la subjetividad con la que la concebimos y sentimos.

La “historia de las mentalidades” se inicia en sentido estricto con la llamada “Escuela de los Annales”. Su nombre deriva del de una publicación, Annales d´histoire économique et sociale dirigida por Lucien Febvre y Marc Bloch, quienes desde comienzos de los años treinta y bajo el influjo del marxismo y la sociología incidieron en la dinámica social y económica de los acontecimientos humanos. La corriente historiográfica que iniciaron supuso una ruptura con el positivismo de la escuela histórica, retomando, en este sentido, una reacción iniciada en el campo de la geografía humana. Por otra parte, eran tiempos en los que la historia como disciplina entró, en cierta medida, en confrontación con nuevas ciencias sociales, tales como la lingüística, el psicoanálisis, la antropología y, especialmente, la sociología, de las que acabó adoptando conceptos, métodos e hipótesis.

Una de las consecuencias fundamentales de la orientación del discurso de los Annales hacia lo económico, la vida material y la geografía fue el centrarse en lo que es duradero o lo que se repite con el fin de poder establecer ciclos largos, tendencias seculares (Dosse, 1987: 76). Con el tiempo surgió la conveniencia de investigar lo que primero sería “historia de la cultura” y más tarde “historia de las mentalidades”. Sin embargo, la segunda generación de los Annales, surgida en torno a los años cuarenta y cincuenta, otorgó protagonismo a la historia económica en detrimento de la cultural. La propia revista cambió de título y pasó a denominarse Annales: économies, sociétés, civilisations. Paralelamente, la demografía se reveló como una disciplina en expansión. Los datos demográficos dieron pié a una serie de interrogantes que requerían datos psicológicos, antropológicos, etnológicos y sociológicos para su completa explicación. Fernand Braudel, que sucedió a Lucien Febvre como director de la revista en 1947, adquirió un considerable protagonismo polemizando con Claude Lévi-Strauss en defensa de la historia en su conocido artículo-manifiesto de 1958, “Histoire et sciences sociales: la longue durée”9. En él establecía, además, una pluralización de lo temporal, distinguiendo entre “acontecimientos” (“événements”), “coyunturas” (“conjonctures”) y “larga duración” (“longue durée”). Según Michel Vovelle, sin embargo, fueron Robert Mandrou y Georges Duby quienes en los años sesenta consiguieron el reconocimiento oficial de un nuevo territorio de la historia (1985: 11). Las “mentalidades” se convirtieron en la manifestación específica de la nueva generación de historiadores de la Nouvelle Histoire. En general, la historia económica y la social cedieron su sitio a la historia cultural, lo que conllevó el tratamiento de temas hasta entonces desconocidos o apenas explorados, con nuevos centros de interés tales como el niño, la madre, la familia, el amor y la sexualidad, o la muerte. La última y más extensa manifestación de esta etapa ha sido la literatura sobre la “vida cotidiana” (López Torrijo, 1995: 34-8). Por su parte, Ernest Labrousse indicó una nueva dirección en la investigación al señalar que las “resistencias” eran uno de los factores principales de la “historia lenta”10. Actualmente continúa el debate sobre si resulta conveniente subdividir la “historia de las mentalidades” según las diferentes ciencias sociales (lo que implicaría una fragmentación de saberes) o mantenerla dentro de una historia totalizadora, integradora e interdisciplinar.

A menudo se ha criticado la imprecisión o vaguedad del propio término “mentalidad” y la ambigüedad con que se aborda, aunque hay quienes, como Le Goff, consideran que ello constituye, precisamente, una de sus ventajas. En cuanto a su etimología, el término “mentalis”, derivado del latín “mens” (mente), era desconocido en el latín clásico y no aparece hasta el siglo XIV. Su sustantivación comenzó a utilizarse a partir de 1880. Según Duby, ésta se derivaba del término “mental” y designaba entonces “ciertas disposiciones psicológicas y morales a la hora de juzgar las cosas” (1992: 99).

Hacia 1920, los sociólogos adoptaron el término “mentalidad”, que se consagró con el título elegido por Levy-Bruhl para una de sus obras, La mentalité primitive. López Torrijo cree, sin embargo, que en Francia el término no proviene del latín, sino del inglés “mentality” que, a su vez, tenía unas connotaciones cognitivas e intelectuales y que sólo incorporaría las de tipo afectivo con posterioridad (1995: 33). Vovelle afirma, por el contrario, que, en su acepción actual, los ingleses, al igual que los italianos, retomaron pragmáticamente la palabra francesa (1985: 11). En cualquier caso, el término fue consagrado definitivamente por los sociólogos, extendiéndose por los restantes ámbitos universitarios. En 1952, Gaston Bouthol definió “mentalidad” del siguiente modo:

Tras las diferencias y los matices individuales subsiste una especie de residuo psicológico estable, hecho de juicios, de conceptos y creencias a los que se adhieren en el fondo todos los individuos de una misma sociedad (cit. en Duby, 1992: 99)

Esta definición fue criticada en el sentido de que en la sociedad no existe un solo “residuo”, sino muchos, que dichos residuos no son estables sino cambiantes y más que de una misma sociedad habría que hablar de todos los individuos de un mismo grupo. En Ideologías y mentalidades, una de las reflexiones más extensas que se han escrito en torno a la “historia de las mentalidades”, Michel Vovelle se refiere a la noción de “mentalidad” como una noción que se ha vuelto, ante todo, “operativa” y admite que presenta una zona de superposición innegable con “ideología”. Vovelle considera que la mejor definición de “mentalidad”, a pesar de su imprecisión, es la aportada por Robert Mandrou, quien se refirió a la “historia de las mentalidades” como una “historia de las visiones del mundo”. Vovelle, por su parte, la explica como “una historia de las actitudes, de los comportamientos y de las representaciones colectivas inconscientes” (1985: 8-12).

Si bien es cierto que el término “mentalidad” se caracteriza por su vaguedad, los distintos teóricos tampoco han llegado a un acuerdo sobre el significado concreto del término “ideología”. Lennard Davis distingue tres modos distintos, aunque no siempre independientes, de interpretar dicho término: como un sistema de creencias característico de un grupo o clase concretos, como un sistema de creencias ilusorias que se puede contrastar con el conocimiento verdadero o científico y, por último, como “el proceso general de la producción de significados e ideas” (1983: 215). Althusser, al que Terry Eagleton considera en Ideology una figura clave en este debate, afirma que en la propia estructura de la subjetividad humana se halla latente una “percepción errónea” (“misperception”), tanto de uno mismo como del mundo, sin la que el ser humano no podría funcionar como requiere la sociedad a la que pertenece. La función de la ideología consiste, pues, en constituirnos en sujetos históricos equipados para realizar determinadas funciones en la sociedad, lo que consigue llevándonos a una relación “imaginaria” con el orden social que nos persuade de que él y nosotros nos somos mutuamente indispensables (Eagleton, 1994: 14-16). La ideología es, por tanto, una cuestión de la relación vivida entre los hombres y su mundo. Althusser la definió como “la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia”11 (cit. en Vovelle, 1985: 8). Eagleton puntualiza que, en el sentido moderno, las ideas que son objeto de estudio de la ideología se entienden como una fuerza política activa, más que meros reflejos de su mundo. Mediante una serie de estrategias, la ideología “naturaliza” y “universaliza”, en el sentido de que proyecta una serie de valores partisanos, controvertidos e históricamente específicos como naturales, inevitables y verdaderos en todo tiempo y lugar. Por otra parte, constituye también “un campo de lucha y negociación entre varios grupos y clases sociales” (1994: 13).

Volviendo a la diferencia existente entre los términos “mentalidad” e “ideología”, François Dosse afirma que el término “mentalidad” sobrepasa al de “ideología” al adentrarse en el mundo de las actitudes y representaciones inconscientes:

Ce concept de mentalité, en vogue aujourd´hui, recouvre une dimension plus large que ce d´idéologie. C´est le passage de l´étude du conscient, du formulé clairement par des institutions ou individus à l´informulé, aux attitudes et représentations inconscientes. L´universe mental doit prendre en compte l´idéologique tout en le dépassant. (1987: 211)

Vovelle, por su parte, afirma en Ideologías y mentalidades que “ideología” y “mentalidad” son dos conceptos que provienen de dos herencias diferentes, de dos modos de pensar distintos, el primero más sistemático, y el segundo voluntariamente empírico. En un primer nivel, el concepto de “mentalidad” se inscribe en el más amplio de “ideología”, integrando  lo que no está formulado, lo aparentemente “insignificante”, como aquello que permanece muy enterrado en el nivel de las motivaciones inconscientes. Vovelle cree, a este respecto, que puede resultar útil el término de “imaginario colectivo”, menos susceptible de extrapolaciones en el dominio del psicoanálisis que el de “inconsciente colectivo” (1985: 15-17). También Philippe Aries, en un artículo titulado “L´histoire des mentalités” prefiere sustituir el término de “inconsciente” (colectivo) por el de “no consciente" (Le Goff, 1988: 188). Por otra parte, las mentalidades se distinguen de otros registros de la historia por lo que R. Mandrou definió como “un tiempo más largo”, alusión a la “longue durée” de F. Braudel. En este sentido, las mentalidades remiten de manera privilegiada al recuerdo, a la memoria, a diversas formas de resistencia.

Duby define “mentalidad” como “el conjunto borroso de imágenes y de certezas no razonadas al cual se refieren todos los miembros de un mismo grupo” o “ese magma confuso de presunciones heredadas a las que [cada persona] hace referencia en todo momento sin darse cuenta, sin desecharlo de su mente.” (1992: 102-3). Según este mismo autor, una “ideología” es, por el contrario, una utopía justificante, tranquilizadora. No es reflejo del cuerpo social, sino que, proyectada sobre él, desearía corregir sus imperfecciones, orientar su marcha en una dirección determinada (Ibid.: 129). Alex Mucchieli, por su parte, define “mentalidad” como el sistema de referencia implícito de un grupo social, adquirido por la asimilación de una serie de normas y de valores inmersos en la cultura ambiente. Una mentalidad se obtiene, por tanto, mediante la socialización y es fuente de cohesión de un grupo. Como sistema de principios, funciona como una ideología, e intenta explicar todo fenómeno (López Torrijo, 1995: 56). Por último, Le Goff en Hacer la historia ofrece un consejo metodológico en el que podemos encontrar matices definitorios:

La historia de las mentalidades se sitúa en el punto de conjunción de lo individual con lo colectivo, del tiempo largo y de lo cotidiano, de lo inconsciente y lo intencional, de lo estructural y lo coyuntural, de lo marginal y lo general. (cit. en López Torrijo, 1995: 51-52)

Nos referiremos, a continuación, a la crítica de la validez y utilidad del concepto de “mentalidad” que ha realizado Geoffrey Lloyd en Demystifying Mentalities. Este autor admite que dicho concepto facilita las grandes generalizaciones, pero cree que lo hace a cambio de subestimar la complejidad de los fenómenos que se han de explicar. Lloyd critica que se haya considerado que una “mentalidad” influye, impregna o determina más o menos en su totalidad la actividad mental de todos aquellos que la comparten, y señala que es difícil admitir que cualquier grupo o sociedad esté formado por personas con características mentales enteramente uniformes. Incluso en un mismo individuo pueden coexistir creencias que en un principio parecen incompatibles, o estilos y criterios de evaluación conflictivos, ya sea con respecto a una teoría o un determinado tipo de comportamiento. Lloyd afirma que las características específicas de una “mentalidad” concreta han de ser no sólo distintivas, sino recurrentes y capaces de impregnarlo todo (“recurrent and pervasive”) (1990: 5). Evidentemente, hasta qué punto han de poseer estas dos últimas cualidades para que se consideren prueba de la existencia de una mentalidad distintiva es una cuestión subjetiva. Lloyd se cuestiona si resulta necesario aplicar el concepto de “mentalidad” a lo que a menudo no son más que diferencias en actitudes u opiniones, o si se puede legitimar dicho concepto como la respuesta más apropiada o efectiva. Lloyd lo duda, aunque nosotros creemos que sí resulta conveniente beneficiarse del carácter “operativo” del término en el sentido de que ahorra explicaciones estériles y facilita la síntesis. Por otra parte, no creemos que el concepto de mentalidad haya de englobar, necesariamente, la totalidad de la actividad mental de un colectivo determinado, ni que sea incompatible con la existencia de contradicciones o paradojas.

Una cuestión particularmente importante para nuestro estudio es la de establecer qué puede aportar la “historia de las mentalidades” al campo que nos ocupa, la literatura. En cierta medida, los historiadores de las mentalidades han “desconfiado” siempre de esta última al entenderla como expresión privilegiada de una élite, disociada de las actitudes colectivas de la mayoría. Michel Vovelle subraya, sin embargo, que la literatura es un testimonio insoslayable y que la “historia de las mentalidades”, tanto en sus métodos como en sus perspectivas, lleva a plantear en términos renovados el problema de la utilización del testimonio y de la fuente literaria. En primer lugar, Vovelle aboga por una lectura más elaborada de la literatura, que ofrece un testimonio tan complejo y sofisticado de la práctica social vivida que en ocasiones puede encontrarse en aparente y total contraste con el sistema de convenciones de su época. Por otra parte, las fuentes literarias son especialmente significativas en la “larga duración” (“longue durée”), que muchos reconocen como el tiempo propio de la “historia de las mentalidades”, dado que “la literatura vehicula las imágenes, los clichés, los recuerdos y las herencias, las producciones sin cesar desvirtuadas y vueltas a emplear de lo imaginario colectivo” (1985: 49). Por su parte, Georges Duby enfatiza la capacidad de la literatura de transmitir vivencias en los siguientes términos:

Las mentalidades, de las que pretendíamos hacer un nuevo objeto de estudio de la historia, no tienen interés - lo repetimos incansablemente contra los defensores de una historia autónoma del “pensamiento” o de la “vida espiritual”-, y de hecho, no tienen existencia sino encarnadas, en el sentido primero y más fuerte del término. (1992: 101)

La literatura deja traslucir la cultura, las esperanzas, los temores, la concepción del mundo y la forma de concebirse a sí mismos no sólo de quienes la escriben, sino de sus destinatarios. Quizás es esa la única “realidad” que la historia puede aprehender, una vez que ha renunciado a la búsqueda ilusoria de la objetividad total. Así, los documentos literarios se pueden tratar como documentos históricos de pleno derecho, con la condición de respetar su especificidad.
En el presente estudio utilizaremos la figura de la heroína y su destino para desentrañar y definir el “horizonte de expectativas” de determinados sectores de la sociedad de la época y estudiar cómo la obra literaria se adapta o impone formas nuevas, se somete a los modelos imperantes o los modifica. En este sentido, intentaremos poner de manifiesto las discordancias entre la realidad social y la representación ideológica, que no suelen evolucionar en perfecta sincronía.

Como técnica de investigación aplicaremos, en la medida de lo posible, el “análisis de contenido” descrito por Klaus Krippendorff, una de las propuestas metodológicas de Manuel López Torrijo con respecto a la “historia de las mentalidades”. En Metodología de análisis de contenido Krippendorff considera el “análisis de contenido” como “un método científico capaz de ofrecer inferencias a partir de datos esencialmente verbales, simbólicos o comunicativos” (1990: 27). El origen histórico de esta técnica está en el periodismo y la comunicación de masas, lo que explica su orientación fundamentalmente empírica y de finalidad predictiva. Por otra parte, Krippendorf señala que “numerosos análisis de contenido se centran en una entidad, persona, idea o acontecimiento especiales, procurando averiguar de qué manera se describe o conceptualiza, o cuál es su imagen simbólica” (Ibid.: 166). En este sentido, el “análisis de contenido” parece apropiado para el estudio de la figura de la heroína novelesca, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de un tipo de análisis que investiga la naturaleza sistémica de la propaganda y cómo se asignan significados, ya sea o no de forma rutinaria e inconsciente. Tendremos en cuenta, pues, los tres índices básicos que Krippendorf señala con relación a las investigaciones sobre comunicación de masas:

- la frecuencia con que aparece un símbolo, idea o tema en el interior de una corriente de mensajes como medida de importancia, atención o énfasis,

- el equilibrio en la cantidad de atributos favorables y desfavorables de un símbolo, idea o tema como medida de la orientación o tendencia,



- la cantidad de asociaciones y de calificaciones manifestadas respecto de un símbolo, idea o tema como medida de la intensidad de una creencia, convicción o motivación (1990: 57).

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