Christie, Agatha La puerta del destino



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christie agatha la puerta del destino

CAPÍTULO DIECISÉIS

LOS PÁJAROS VUELAN HACIA EL SUR


—Creí que era ése el coche...
Tuppence, en la puerta de la casa, observaba un tanto nerviosa la carretera. Esperaba de un momento a otro la llegada de Deborah y los tres pequeños. Albert emergió por una puerta lateral.
—El que usted acaba de ver era el coche de la tienda de comestibles. ¿Querrá usted creerlo, señora? Los huevos han vuelto a subir. Jamás volveré a votar por el gobierno actual. La próxima vez votaré a los liberales.
—¿Será necesario que le eche un vistazo al pastel de fresas de esta noche, Albert?
—Yo creo que no. He visto hacerlo muchas veces y me parece que ha salido como usted quiere.
—Usted acabará siendo un gran «chef», Albert. Se trata de la golosina favorita de Janet.
—He hecho, además, una tarta de miel, cosa que al señorito Andrew le gusta mucho.
—¿Están las habitaciones preparadas?
—Si. La señora Shacklebury llegó a buena hora esta mañana. En el lavabo del cuarto de baño puse el jabón que tanto le agrada a la señorita Deborah.
Tuppence respiró aliviada al saber que todo estaba preparado para recibir adecuadamente a los suyos.
Oyóse un claxon a lo lejos y unos minutos más tarde llegaba el coche esperado, conducido por Tommy. De él se apearon en seguida Deborah, una mujer de cerca de cuarenta años, todavía muy hermosa; Andrew, de quince; Janet, de once, y Rosalie, de siete.
—¡Hola, abuela! —gritó Andrew.
—¿Dónde está Hannibal? —preguntó Janet.
—¿Dónde está mi té? —inquirió Rosalie, muy predispuesta siempre a llorar.
Se intercambiaron los besos y abrazos de rigor, Albert se ocupó de los equipajes de los viajeros. Entre las cosas de éstos figuraban una pecera con carpas doradas y una ratita blanca, en su jaula.
—Conque éste es el nuevo hogar, ¿eh? —dijo, Deborah, abrazando a su madre.
—¿Podemos corretear por el jardín? —quiso saber Janet.
—Después del té —contestó Tommy.
—Quiero mi té —insistió Rosalie, con una expresión que daba a entender que lo primero era antes.
Entraron todos en el comedor. El diligente Albert había preparado ya la mesa.
Tras el té, salieron de la casa. Los chiquillos se dedicaron a explorar el jardín, en busca de posibles tesoros, en compañía de Tommy y Hannibal, que en seguida se habían incorporado al jolgorio general. Deborah, que se mostraba severamente solícita con su madre, inquirió:
—He oído contar algunas cosas raras acerca de ti, mamá. ¿Qué has estado haciendo últimamente?
—¡Oh! Hemos tenido que movernos para instalarnos aquí con alguna comodidad —replicó Tuppence, evasiva.
Deborah, naturalmente, no se dio por satisfecha con aquella contestación.
—Tú has estado haciendo algo... ¿Verdad que sí, papá?
Tommy había regresado junto a ellas llevando a su espalda a Rosalie. Janet y Andrew continuaban inspeccionando el nuevo escenario de sus juegos.
—Has estado haciendo algo especial... —repitió Deborah, volviendo al ataque—. Has estado jugando a ser la señora Blenkinsop de nuevo. Derek oyó decir unas cuantas cosas y me escribió contándomelo.
Ella asintió al mencionar Deborah el nombre de su hermano.
—Derek... ¿Qué puede saber Derek? —preguntó Tuppence.
—Derek siempre está bien informado.
—Y para ti también hay, papá —dijo Deborah, volviéndose hacia su padre—. Tú también has andado mezclado en cosas raras. Yo creí que habíais venido aquí a disfrutar en paz de vuestro retiro, a llevar una existencia tranquila, a pasarlo lo mejor posible...
—Tal era nuestra idea —repuso Tommy—, pero el Destino lo dispuso todo de otra manera.
—La Puerta del Destino —dijo Tuppence—. La Caverna del Desastre, el Fuerte del Temor...
—Eso es de Flecker —manifestó Andrew, con consciente erudición.
Era muy aficionado a la poesía y esperaba llegar a ser él mismo un gran poeta. A continuación, dio la cita completa.

«Cuatro grandes puertas tiene la ciudad de Damasco...


La Puerta del Destino, la Puerta del Desierto...
No pases por ella, ¡oh, caravana!, o pasa sin cantar.
¿Has oído ese silencio donde los pájaros están muertos,
aunque algo haya imitado el gorjeo de un pájaro?»

En aquel instante, unos pájaros se deslizaron sobre sus cabezas, abandonando el tejado de la casa.


—¿Qué pájaros son ésos, abuela? —preguntó Janet.
—Son golondrinas que vuelan hacia el sur —contestó Tuppence.
—¿Ya no volverán más por aquí?
—Sí. Regresarán el próximo verano.
—¡Y cruzarán La Puerta del Destino! —exclamó Andrew, mostrando una gran satisfacción.
—Esta casa fue llamada en otro tiempo «Swallow's Nest1» —explicó Tuppence.
—Pero pensáis dejar esta casa, ¿no? —inquirió Deborah—. Papá me dijo en una de sus cartas que estabais buscando otra.
—¿Por qué? —preguntó Janet—. A mí me gusta ésta.
—Os daré unas cuantas razones —dijo Tommy. Sacó un papel de uno de sus bolsillos y leyó la siguiente relación:

La Flecha Negra. Alexander Parkinson,


Oxford y Cambridge, taburetes de terraza victorianos,
Grin—hen—Lo,
KK,
Vientre de «Mathilde»,
Caín y Abel,
«Truelove»...

—Basta ya, Tommy... Esa lista es mía. Nada tiene que ver contigo, querido.


—Pero, ¿qué significa? —preguntó Janet, siempre ansiosa de saber.
—Parece una relación de pistas para una historia detectivesca —explicó Andrew, quien en sus momentos menos poéticos gustaba de tal género de literatura.
—Es realmente una relación de pistas —dijo Tommy—. Y la razón de que en la actualidad andemos buscando otra casa.
—Pero a mí me gusta mucho ésta —insistió Janet—. Realmente es una casa muy bonita.
—Es una casa preciosa —opinó Rosalie—. Bizcochos de chocolate —añadió, acordándose de pronto de los que habían servido con el té.
—A mí también me gusta —declaró Andrew solemnemente.
—¿Y a ti por qué te desagrada, abuela? —inquinó Janet.
—¡Pero si yo pienso como vosotros! —exclamó Tuppence, con repentino e inesperado entusiasmo—. Yo quisiera seguir viviendo aquí...
—La Puerta del Destino —murmuró Andrew—. Es un nombre muy emocionante.
—Podríamos darle el nombre que tuvo antes, el de «Swallow's Nest» —sugirió Tuppence.
—¡Cuántas pistas! ¿eh? —comentó Andrew—. Podría hacerse toda una historia con ellas, un libro incluso...
—Con tantos nombres resultaría demasiado complicado —indicó Deborah— ¿Quién iba a leer un libro así?
—Te quedarías asombrada si supieras con detalle qué cosas lee la gente, cosas con las que, por añadidura, disfruta... —contestó Tommy.
Tommy y Tuppence intercambiaron una mirada.
—Mañana me agradaría pintar un poco —declaró Andrew—. Albert podría ayudarme. ¿Qué os parece si rotulamos la puerta de la finca con el nuevo nombre?
—Y así las golondrinas sabrán con certeza a dónde tienen que volver el verano próximo —dijo Janet.
La niña miró a su madre.
—No es mala idea —comentó Deborah.
La Reine le veut —dijo Tommy, haciendo una leve reverencia en dirección a su hija, quien siempre consideraba que dar su real consentimiento en el seno de la familia constituía uno de sus privilegios.



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