CAPÍTULO DIECISIETE
ÚLTIMAS PALABRAS: LA CENA CON EL SEÑOR ROBINSON
—¡Qué cena tan agradable! —exclamó Tuppence, paseando la mirada por los rostros de sus acompañantes.
Habían abandonado el comedor para congregarse en la biblioteca, en torno a una mesa en la que se había servido el café.
El señor Robinson, más corpulento de lo que Tuppence se lo había imaginado, sonreía tras una cafetera estilo georgiano, sumamente bella...Junto a él estaba el señor Crispin, que ahora respondía al nombre de Horsham. El coronel Pikeaway se había sentado al lado de Tommy, quien acababa de ofrecerle uno de su cigarrillos.
El coronel Pikeaway provocó la sorpresa de aquél al declarar:
—Jamás fumo después de cenar.
La señorita Collodon dijo:
—¿De veras, coronel Pikeaway? Es interesante, muy interesante —seguidamente, volvió la cabeza hacia Tuppence—. Tiene usted un perro muy bien adiestrado, señora Beresford.
Hannibal, que se hallaba tendido debajo de la mesa, con la cabeza descansando sobre uno de los pies de su dueña, levantó ésta adoptando una angélica expresión, la mejor de todo su repertorio. A continuación, movió el rabo, complacido.
—Tengo entendido que se portó como un fiero can —dijo el señor Robinson, mirando, divertido, a Tuppence.
—Debiera haberle visto usted en acción —indicó el señor Horsham, alias Crispin.
—Si es invitado a cenar en algún sitio sabe comportarse como es debido, sabe estar a tono con las circunstancias —explicó Tuppence— Él se da cuenta de que le da prestigio alternar en el seno de la buena sociedad —Tuppence se volvió hacia el señor Robinson—. Fue usted muy amable al ordenar que le fuese servido un plato de hígado. Le gusta con locura el hígado.
—A todos los perros les agrada —opinó el señor Robinson. Este miró a Crispin-Horsham—. No sé si me decidiré a hacer una visita a los señores Beresford: me expongo a ser destrozado por Hannibal.
—Hannibal es un animal consciente de sus obligaciones —manifestó el señor Crispin—. Es un perro guardián bien criado, que nunca olvida.
—Usted, dada su condición de agente del servicio de seguridad, le comprende bien —contestó el señor Robinson.
Sus ojos centellearon.
—Usted y su esposo, señora Beresford, han realizado un notable trabajo —añadió el señor Robinson—. Estamos en deuda con ustedes. El coronel Pikeaway me notificó que fue usted la iniciadora del asunto.
Tuppence pareció ponerse un tanto nerviosa.
—Fue una causalidad —murmuró—. Me sentí... curiosa. Me empeñé en descubrir ciertas cosas...
—Ya. Y ahora, quizá, siente una curiosidad parecida por saber más detalles concernientes al presente caso.
Tuppence se puso todavía más nerviosa y sus frases se tornaron ligeramente incoherentes.
—¡Oh!... Desde luego... Quiero decir que... Tengo entendido que todo es altamente secreto, que se lleva con mucha reserva... que no podemos hacer preguntas... que no puede usted decirnos nada... Bueno, yo me hago cargo perfectamente.
—Soy yo quien desea formular una pregunta, señora Beresford. Si usted la contesta facilitándome la información, me sentiré muy complacido.
Tuppence miró a su interlocutor abriendo mucho los ojos.
—No acierto a imaginarme.
—Usted tiene una lista... Es lo que su esposo me ha dicho, al menos. Muy bien. Esa lista le pertenece, es su propiedad secreta. Pero yo también sé lo que es sentir curiosidad.
De nuevo, apareció como un ligero destello en los ojos del hombre. Tuppence se dio cuenta de pronto de que el señor Robinson le había caído bien. Guardó silencio durante unos momentos. Luego, tosió, rebuscando en el interior de su bolso.
—Es una tontería —dijo—. Es algo más que una tontería: es una locura.
El señor Robinson respondió inesperadamente:
—Una locura... ¿Y qué? El mundo está loco. Es lo que Hans Sachs dice, sentado bajo el viejo árbol, en Los Maestros Cantores, mi ópera favorita. ¡Y con razón!
Cogió la hoja de papel que ella le tendió.
—Léalo en voz alta, si quiere —dijo Tuppence—. No me importa, en realidad.
El señor Robinson echó un vistazo al papel, alargándoselo a Crispin.
—Hágalo usted, Augus. Su voz es más clara y mejor timbrada que la mía.
El señor Crispin cogió el papel. Tenía una agradable voz de tenor y leía con una entonación excelente.
—Flecha negra,
Alexander Parkinson,
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