Christie, Agatha La puerta del destino



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christie agatha la puerta del destino

CAPÍTULO DOCE

OXFORD, CAMBRIDGE Y LOHENGRIN


El coronel Pikeaway lanzó una bocanada de humo en dirección al techo.
—Lamento haber tenido que hacerle venir con tanta urgencia, pero pensé que era mejor que nos viéramos.
—Como usted sabe —respondió Tommy—, últimamente hemos tenido que ver a menudo con cosas inesperadas.
—¡Ah! ¿Por qué cree que lo sé?
—Porque usted sabe siempre desde aquí, todo lo que pasa.
El coronel Pikeaway se echó a reír.
—Está repitiendo mis propias palabras, ¿eh? Sí, eso le dije yo una vez. Nosotros lo sabemos todo. Estamos aquí con tal fin. ¿Lo pasó mal? Me estoy refiriendo a su esposa, como puede imaginar.
—No lo pasó muy mal, pero pudo haber sido algo verdaderamente grave. Me figuro que usted estará al corriente de todos los detalles... ¿O quiere que se lo cuente todo?
—Hágame un breve resumen, si gusta. Hay una cosa de la que no había oído hablar —manifestó el coronel Pikeaway—: lo de Lohengrin. Grin-hen-lo. Es muy despierta su esposa. Acertó en seguida la interpretación... Era una estupidez, pero ¿quién la veía?
—He traído el paquete de que le hablé —manifestó Tommy—. Lo habíamos escondido provisionalmente en el recipiente en que se guarda normalmente la harina. No quise enviárselo por correo.
—Muy bien. Ha procedido usted atinadamente.
—La cajita metálica había sido localizada dentro de Lohengrin. El Lo-hen-grin azul pálido. Le hablo del taburete de loza, de estilo Victoriano, para terraza, que llevaba el nombre de Cambridge.
—Una tía mía que tenía una casa en el campo poseía dos piezas de esa clase. Es un recuerdo de mi juventud avivado por sus hallazgos.
—La envoltura exterior era de lona impermeabilizada. Y dentro había cartas. Están algo deterioradas, pero espero que con un adecuado tratamiento del papel...
—Ese inconveniente lo solucionaremos sin grandes dificultades.
—Aquí están, pues —dijo Tommy—. He hecho una copia, además, para usted, de cuanto Tuppence y yo hemos ido anotando, en relación con cuanto se nos ha contado allí.
—¿Figuran nombres?
—Sí. Tres o cuatro. La pista de Oxford y Cambridge y la alusión a los estudiantes de ambas universidades que se alojaban en la casa... No creo que hubiese nada en eso, ya que todo se refería, simplemente, a los taburetes de loza de los cisnes, supongo...
—Sí... sí... sí. Hay aquí una o dos cosas que me parecen sumamente interesantes.
—Desde luego, tras el ataque de que fuimos objeto —declaró Tommy— di inmediatamente cuenta del hecho a la policía.
—Perfectamente.
—Al día siguiente me pidieron que pasara por la Jefatura de Policía, donde me entrevisté con el inspector Norris. No he estado en contacto con él antes. Supongo que debe tratarse de un nuevo funcionario...
—Sí. Probablemente, ha sido destacado, con una misión especial —repuso el coronel Pikeaway.
Éste lanzó otra bocanada de humo. Tommy tosió.
—Me imagino que usted sabrá todo lo que se pueda saber sobre él.
—En efecto —confirmó el coronel—. Aquí estamos informados. El hombre se halla encargado de estas investigaciones. Es posible que la gente de la localidad sea capaz de puntualizar quién era la persona que les seguía a todas partes, que hacía averiguaciones sobre ustedes. ¿Usted no cree, Beresford, que sería conveniente que se ausentara de allí, en compañía, naturalmente, de su esposa?
—Me parece que no podría conseguirlo —dijo Tommy.
—¿Quiere darme a entender que ella se negaría a abandonar la casa?
—No creo que haya manera de sacar a Tuppence de allí, sinceramente. Tenga en cuenta que no está gravemente herida, ni indispuesta. Y como ahora tiene la impresión de que pisamos un poco de terreno firme, querrá seguir. En pocas palabras: se vislumbra algo que no sabemos cómo se materializará.
—Olfatear en todas direcciones es lo que debe hacerse en este tipo de casos —el coronel Pikeaway acarició el paquete que tenía delante—. Esta cajita nos va a decir algo, algo que nosotros hemos querido siempre saber. Nos va a decir quién, hace muchos años, puso ciertos dispositivos en marcha, realizando algunos sucios trabajos ocultamente.
—Sin embargo...
—Sé lo que va a decirme. Va a decirme que quienquiera que fuese el autor de los hechos, descansa ya en su sepulcro. Es verdad. Pero vamos a saber por fin lo que se tramaba concretamente, cómo se organizó, quién colaboró y, sobre todo, quién fue el heredero de la maquinación y la forma en que ésta ha ido avanzando hasta nuestros días, con proyección sobre el futuro, quizá, y con un objetivo concreto. Quizá sepamos de gente que da la impresión de no contar nada y que tiene realmente una importancia extraordinaria para nosotros. Tendremos noticias, seguramente, de personas (y personajes) que se han mantenido fielmente en contacto con el grupo (actualmente, siempre se trabaja en equipo). Éste habrá cambiado de miembros, ya que el tiempo se muestra siempre inexorable, pero los más recientes tendrán idénticas ideas que sus predecesores, es decir, amarán sobre todas las cosas la violencia, el mal, la traición. Lo de los grupos no es una moda pasajera, ni un capricho. Constituye toda una técnica. Es asombroso lo que son capaces de lograr unos hombres perfectamente unidos. Al mismo tiempo, su «célula» parece pesar más a la hora de captación de nuevos colaboradores. Esta despersonalización de su empresa le da más consistencia y asegura la continuidad.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—Todo el mundo puede hacerme preguntas —contestó el coronel Pikeaway—. Aquí lo sabemos todo, pero no siempre lo decimos. He de permitirme esta advertencia, Beresford.
—¿Significa algo para usted el apellido Solomon?
—¡Ah! —exclamó el coronel Pikeaway—. El señor Solomon. ¿Y de dónde ha sacado usted ese nombre?
—Fue mencionado por el inspector Norris.
—Bueno, si usted actúa de acuerdo con las instrucciones de Norris, va bien. Puedo decírselo así. He de notificarle, sin embargo, que no llegará a ver a Solomon. Solomon murió...
—¡Ah, ya!
—Para que lo entienda de veras —dijo el coronel, ligeramente irónico—, habré de darle una pequeña explicación. Resulta útil disponer de un nombre que se pueda utilizar libremente. Hablo del nombre de una persona real, de un ser que ya no está allí, porque desapareció del mundo de los vivos, pero que sigue mereciendo una alta consideración entre los miembros de la localidad. Es una extraña casualidad que fuesen ustedes a vivir a «Los Laureles» y todos abrigamos grandes esperanzas de que tal hecho dé lugar a que vaya a parar a nuestras manos algo de indudable valor. Sí, Beresford. Es una gran suerte para nosotros. Pero yo no quiero que ello se traduzca en un desastre para usted o su esposa. Desconfíe de todo y de todos. He aquí la mejor conducta que puede adoptar.
—Sólo en dos confío allí —declaró Tommy—: Albert, que trabaja para nosotros desde hace años...
—Ya. Me acuerdo de Albert. Un joven pelirrojo, ¿no?
—Ya no es ningún joven...
—¿Quién es la otra persona?
—No se trata de una persona, sino de mi perro Hannibal.
—¡Hum! Sí... Es posible que esté usted en lo cierto. ¿Quién fue...? ¡Ah! El doctor Watts escribió un himno que comenzaba así: «A los perros les encanta ladrar y morder, tal es su manera de ser»... ¿Qué es? ¿Un alsaciano?
—No. Un terrier de Manchester.
—¡Ah! Esos perros no son tan grandes como el de Dobermann, pero son de los que conocen su «oficio».



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