Mary Jordan no murió de muerte natural,
Los taburetes de loza de Oxford y Cambridge,
Grin-hen-lo,
KK,
El vientre de «Mathilde»,
Caín y Abel,
«Truelove».
Crispin se interrumpió, mirando a su anfitrión, quien, a su vez, fijó la vista en Tuppence.
—Querida señora Beresford —dijo el señor Robinson—. Permítame felicitarla... Está usted en posesión de un cerebro nada corriente. Llegar a partir de esta lista de pistas a sus descubrimientos finales constituye en verdad una labor muy meritoria.
—Tommy también intervino en esa —aclaró Tuppence.
—Arrastrado por ti —dijo Tommy.
—Realizó una excelente investigación —manifestó el coronel Pikeaway.
—La hoja del censo supuso para mí un buen apoyo.
—Son ustedes una pareja dotada de magníficas cualidades —señaló el señor Robinson. Mirando de nuevo a Tuppence, sonrió—. Sigo suponiendo que aunque no han querido mostrarse indiscretamente curiosos desean saber que hay concretamente detrás de toda esta historia.
—¡Oh! —exclamó Tuppence—. ¿Va usted realmente a contarnos algo? ¡Es maravilloso!
—Todo empieza, como usted supuso, con los Parkinson —explicó el señor Robinson—, es decir, en el distante pasado. Una de mis bisabuelas era Parkinson. Por ella me enteré de algunas cosas...
»La joven llamada Mary Jordan se hallaba a nuestro servicio. Tenía conexiones con la Armada... Su madre era de nacionalidad austríaca, por cuya razón hablaba alemán la chica, con toda fluidez.
»Como usted sabe ya quizá (su esposo está enterado ciertamente de ello), existen documentos cuya publicación será autorizada en breve. Se piensa en las altas esferas, que si bien la reserva más rigurosa es necesaria en algunas circunstancias, la misma no debe prolongarse indefinidamente. En los archivos nacionales hay cosas que deben darse a conocer porque forman parte de la historia del país.
»En el curso de los dos años próximos serán publicados tres o cuatro libros cuyos textos se hallan respaldados por pruebas documentales. En uno de esos volúmenes quedará incluido, desde luego, lo sucedido en "Swallow's Nest" y sus inmediaciones. Acabo de mencionar el nombre que tenía su casa en aquella época.
»Hubo filtraciones... Siempre las hay en tiempo de guerra y también en el período precedente a cualquier conflicto bélico.
»Hubo políticos que gozaban de un gran prestigio, hombres de los cuales se tenía un concepto muy elevado. Hubo uno o dos periodistas que ejercían una gran influencia en la opinión pública y que hicieron mal uso de su ascendiente sobre sus compatriotas. Existieron hombres, ya antes de la Primera Guerra Mundial, que participaban en intrigas dirigidas contra su propio país. Tras la guerra, aparecieron jóvenes estudiantes de varias universidades que creyeron fervientemente en los postulados del Partido Comunista, que fueron incluso miembros activos de éste, sin saberlo nadie.
»Había algo todavía más peligroso: el fascismo avanzaba con un extenso programa de fusión con Hitler, a quien se presentaba como excelso Amante de la Paz, decidido a acabar con los sangrientos encuentros armados de los pueblos.
»Y así sucesivamente... Siempre había algo oculto tras el amplio escenario en que se representaba la comedia de la vida. Es, en realidad, lo que ha sucedido siempre a lo largo de la historia. Y siempre pasará, indudablemente. Siempre tendremos que enfrentarnos, tal vez, con una Quinta Columna de miembros activos y sumamente peligrosos. También cuentan aquí quienes buscan un beneficio económico, aquellos que aspiran a disfrutar de poder en el futuro. Los libros a que me he referido contendrán declaraciones muy interesantes. Se desvelarán hechos curiosos, algunos de ellos minúsculos, pero no menos expresivos por eso. Las frases-tópico, por ejemplo, que todos hemos escuchado alguna vez: "¿Cómo? ¿Que B. es un traidor? ¡Qué tontería! Ese sería el último hombre que fuese capaz de traicionar a su patria. ¡Se puede confiar en él a ciegas!".
»El truco clásico de la confianza incondicional. La vieja historia de tantas y tantas veces. Y siempre expresada en los mismos términos.
»En el mundo comercial, en los Servicios de Seguridad, en la vida política. Siempre por en medio una faz honesta, el hombre que cae bien, que gusta, en quien se confía. El hombre a salvo de toda sospecha. "El último hombre capaz de...", etc., etc. Se trata, naturalmente, del tipo idóneo para tal clase de trabajo.
»La localidad en que ustedes residen actualmente, señora Beresford, se convirtió en el cuartel general de cierto grupo, poco antes de la Primera Guerra Mundial. Era un poblado agradable, modelado a la antigua, habitado por buena gente, buenos patriotas en general, que trabajaban de diversas maneras en favor de su país. Tenía un puerto militar, un comandante de la Armada de buen ver, salido del seno de una familia excelente, cuyo padre había llegado a ser almirante. Trabajaba en el lugar, además, un médico muy querido por todos sus pacientes, un médico que era muchas veces confidente. Se dedicaba a la medicina general. No poseía ninguna especialidad en guerra química, precisamente, ni sabía nada de gases tóxicos...
»Y más adelante, antes de la Segunda Guerra Mundial, el señor Kane (escrito con K) vivía muy a gusto en una linda casita situada junto al puerto. Tenía su credo político... ¡No, no era fascista, por supuesto! ¡Oh, no! El era partidario de la paz por encima de todo, al objeto de salvar el mundo del caos que se avecinaba. Era un credo que ganaba adeptos rápidamente en el Continente y en otros países extranjeros.
»Nada de eso constituye lo que deseaba usted saber, señora Beresford... Es que antes de nada he preferido darle una visión a fondo. Mary Jordan fue enviada a ese lugar para ver qué podía averiguar, qué era lo que se había puesto en marcha.
»Era de otra época, me había precedido. Cuando tuve información sobre la labor que llevara a cabo me inspiró una gran admiración y confieso que me hubiera gustado conocerla. Evidentemente, era una mujer de gran carácter, con personalidad.
»Mary era su nombre de pila, aunque fue siempre conocida por el de Molly. Hizo una buena labor. Su muerte en plena juventud constituyó una tragedia.
Tuppence había estado mirando uno de los cuadros de la habitación. Tratábase, simplemente, de un esbozo de cabeza infantil. Por una razón u otra aquella cara le resultaba un tanto familiar.
—Ese es... seguramente...
—Sí —respondió el señor Robinson—. Ése es Alexander Parkinson, el niño. Tenía once años solamente entonces. Era nieto de una tía-abuela mía. Molly fue a la casa de los Parkinson en calidad de institutriz. Era éste un buen puesto de observación. Nadie podía pensar... lo que saldría de eso...
—¿No fue... uno de los Parkinson? —preguntó Tuppence.
—¡Oh, no! Tengo entendido que los Parkinson no se vieron implicados en el asunto en modo alguno. Pero allí había otras personas, huéspedes, amigos, que se quedaron aquella noche en la casa. Fue su esposo quien averiguó que aquella fecha, la de la velada, era la fijada para el envío del censo. Tenían que quedar registrados en el impreso correspondiente los nombres de todos los que dormían aquella noche bajo el mismo techo, así como los habituales ocupantes de la casa. Uno de esos nombres cobró una significación muy precisa luego. La hija del médico de la localidad, del cual acabo de hablarle, hizo una visita a su padre. Procedía así de vez en cuando. Pero aquella noche se presentó en casa de los Parkinson para pedirles que le dieran alojamiento, pues en aquel desplazamiento se había hecho acompañar de dos amigas. De sus amigas no podía decirse nada... Pero más adelante se supo que su padre se encontraba implicado en todo lo que estaba ocurriendo en aquella parte del país. Ella misma, al parecer, había ayudado a los Parkinson en sus trabajos de jardinería, varias semanas atrás, siendo la responsable de que las plantas de espinacas y digital fueran cultivadas muy cerca unas de otras. Ella fue quien llevó a la cocina las hojas mezcladas el fatal día. La indisposición de los participantes en la comida se consideró uno de tantos errores como se dan a veces. El doctor explicó que había conocido más de un caso similar anterior. Su declaración en la encuesta judicial influyó en el veredicto, que fue de «accidente involuntario». Nadie se fijó en que aquella misma noche fue a parar al suelo, haciéndose añicos, una de las copas en que se había servido el cóctel.
»Usted sabe, señora Beresford, que, frecuentemente, la historia se repite. Primeramente, dispararon sobre usted desde un matorral; luego, la mujer que decía llamarse "señorita Mullins" intentó añadir un veneno a su café. Me he enterado de que es nieta o biznieta de aquel criminal doctor. He sabido también que antes de la Segunda Guerra Mundial fue discípula de Jonathan Kane. Por eso la conocía Crispin, claro. Y en su perro no despertó la menor simpatía desde el primer momento, pasando a la acción sin más. Hemos averiguado últimamente que fue ella quien mató a golpes al viejo Isaac.
»Tenemos que considerar ahora un personaje mucho más siniestro. El amable doctor era muy querido por todos los habitantes del lugar. Sin embargo, hay que estimar como muy probable que fuese el responsable de la muerte de Mary Jordan. Esto, en su época, no lo habría creído nadie. Era un hombre con muchos conocimientos sobre sustancias tóxicas y fue de los primeros médicos que trabajaron a fondo en el campo de la bacteriología. Han tenido que transcurrir sesenta años para que sean conocidos ciertos hechos. Únicamente Alexander Parkinson, un colegial por aquellas fechas, tuvo ideas atinadas.
—Mary Jordan no murió de muerte natural —citó Tuppence, bajando voz— Debió de ser uno de nosotros —a continuación, preguntó—: ¿Fue el doctor quien descubrió lo que Mary estaba haciendo?
—No, el doctor no había sospechado nada. Alguien hubo, sin embargo, que sí receló... Hasta entonces, ella se había desenvuelto perfectamente. El comandante militar había trabajado con la joven de acuerdo con los planes previstos. La información que ella le pasaba era auténtica y él no comprendió que se trataba principalmente de cosas sin importancia..., aderezadas convenientemente para darles cierta trascendencia. Supuestos planes y secretos navales fueron entregados por la chica en los días de sus desplazamientos a Londres, de acuerdo con las instrucciones dadas. Las entrevistas tenían lugar en el Queen Mary Garden, en Regent's Park, al pie de la estatua de Peter Pan, en Kensington Gardens... Supimos mucho gracias a tales citas y algunos funcionarios menores de determinadas embajadas.
»Pero todo esto pertenece al pasado, señora Beresford. Todo queda muy, muy distante de nosotros.
El coronel Pikeaway tosió, mediando de pronto en la conversación.
—La historia se repite, señora Beresford. Esto es algo que todo el mundo aprende antes o después. Recientemente, se formó un número en Hollowquay. Varias personas bien preparadas pusieron de nuevo las cosas en marcha. Quizá por eso regresó la señorita Mullins. Fueron utilizados determinados escondites nuevamente. Se celebraron reuniones secretas. Una vez más, el dinero cobró una significación especial. ¿De dónde venía? ¿A dónde iba? El señor Robinson, aquí presente, fue llamado. Y luego, nuestro viejo amigo Beresford apareció para facilitarme una información de gran interés. Encajaba ya en lo que nosotros sospechábamos. Se estaba montando reservadamente algo con la necesaria anticipación. Se preparaba el futuro, que había de ser controlado por una figura política de este país. Tratábase de un hombre de buena reputación, capaz de lograr nuevos convertidos y seguidores. Otra vez se recurría a la treta de la gran confianza. Salía a relucir el hombre «íntegro», intachable, el Amante de la Paz. No era el fascismo... ¡Oh, no! Sólo algo que se asemejaba a éste. Paz para todos... y recompensas de tipo económico para quienes colaboraran.
—¿Quiere usted decir que esto está todavía en marcha? —inquirió Tuppence, abriendo mucho los ojos.
—Bien... Sabemos más o menos todo lo que necesitamos saber por ahora. Y esto gracias a las aportaciones de ustedes dos... La intervención quirúrgica del balancín-caballo resultó particularmente informativa...
—¡«Mathilde»! —exclamó Tuppence—. Me alegro mucho de eso. Me cuesta trabajo creerlo. ¡El vientre de «Mathilde»!
—Los caballos son unos seres maravillosos —comentó el coronel Pikeaway—. Nunca se sabe qué harán o dejarán de hacer. Esto está pasando desde los días del caballo de Troya.
—Yo creo que hasta «Truelove» desempeñó su papel en este asunto —dijo Tuppence—. Ahora, si todo sigue su marcha... Ahora hay niños allí...
—No tiene usted por qué estar preocupada —declaró el señor Crispin—. Esa zona de Inglaterra ha quedado purificada... El nido de avispas ha desaparecido. La gente normal puede vivir allí sin la menor inquietud. Tenemos razones para creer que el centro de operaciones de esos hombres y mujeres se ha desplazado a Bury St. Edmunds. Además, nosotros no les perderemos de vista por ahora, señora Beresford, así que puede estar tranquila.
Tuppence profirió un suspiro de alivio.
—Agradezco sus palabras. Figúrese: mi hija Deborah se presentó allí con el propósito de pasar una temporada con nosotros, haciéndose acompañar por sus tres hijos...
—No se preocupe —dijo el señor Robinson—. Ahora que me acuerdo, señor Beresford... Tras el caso N o M, ¿no adoptó usted a la chica que tomó parte en él? Me refiero a la de los libros sobre canciones infantiles... «Goosey Gander» y las demás...
—¿Betty? —replicó Tuppence—. Sí. Ha hecho muy buen papel en la Universidad y ahora se ha trasladado a África, donde efectúa investigaciones sobre las formas de vida de sus habitantes... Bueno, algo por el estilo, si no es eso exactamente. Hay muchos jóvenes que en la actualidad gustan de tales trabajos. Es una muchacha encantadora y se siente muy feliz.
El señor Robinson se aclaró la garganta, poniéndose en pie.
—Propongo un brindis. A la salud de Thomas Beresford y su esposa, a modo de reconocimiento por el servicio que han prestado a su país.
Todos bebieron.
—Quiero proponer otro brindis —anunció el señor Robinson—. Éste en honor de Hannibal.
—Quieto, Hannibal —dijo Tuppence, acariciando la cabeza del perro—No se te vaya a subir esto a la cabeza. Supone algo así como ser armado caballero o ganarse una medalla.
—¡Oh! Tengo una idea. Veamos... Hannibal —dijo el señor Robinson, dirigiéndose al perro—: ¿me permites que apoye mi mano derecha en tu hombro?
Hannibal se aproximó al señor Robinson. Al sentir la mano de quien le hablado así en contacto con su cuerpo, movió complacido el rabo.
—Quedas nombrado conde de este reino.
—¡El conde Hannibal! —exclamó Tuppence—. ¿No es esto una maravilla? ¡Oh! Ahora corremos el peligro de que este perro se vuelva orgulloso.
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