CAPÍTULO OCHO
LA SEÑORA GRIFFIN
—No sabe lo que me alegro de que usted y su esposo se hayan decidido a venir aquí, señora Beresford —dijo la señora Griffin mientras servía el té—. ¿Azúcar? ¿Leche?
Acercó a su visitante una pequeña fuente con bocadillos y Tuppence cogió uno.
La vida, en estos sitios, es muy diferente a la que se lleva en las ciudades. Aquí una conoce a sus vecinos, traba amistad con ellos. Siempre encuentra que hay algo en común que une. ¿Había estado usted por aquí anteriormente?
—No, no —contestó Tuppence—. Nos salieron varios ofrecimientos de casas. Los detalles de las mismas nos fueron facilitados por unos agentes de la propiedad. Por supuesto, la mayor parte de ellas no valían nada. Recuerdo una que se llamaba «Llena del Encanto del Viejo Mundo».
—Ya. Ese encanto del viejo mundo significa habitualmente que es preciso poner un tejado nuevo y que hay humedad por todas partes. Hay otra expresión igual de sospechosa: «completamente modernizada». Esto quiere decir que la casa está llena de todo tipo de chismes eléctricos, en su mayoría inútiles. Los agentes se valen de señuelos para que los probables compradores se olviden de que la casa en venta, por ejemplo, carece de vistas bonitas. Ahora, «Los Laureles» es una bonita finca. Supongo, sin embargo, que tendrán bastante quehacer antes de acomodarse en ella a gusto. Es lo que les ha pasado a todos los que la habitaron.
—Supongo que ha vivido mucha gente allí —apuntó Tuppence.
—¡Oh, sí! Actualmente, las personas no suelen echar raíces en ninguna parte. Por esa casa pasaron los Cuthbertson, los Redland, y antes que ellos los Seymour. Posteriormente, llegaron los Jones.
—He estado preguntándome por qué bautizaron la finca con el nombre de «Los Laureles» —dijo Tuppence.
—Ese nombre respondía al gusto del tiempo. Desde luego, si se remonta una suficientemente en el mismo, yo creo que por la época de los Parkinson, quizás, allí había mucho laurel. Tal vez existiera un camino interior bordeado por esos árboles. ¿Conoce usted la especie de hojas moteadas? ¡Oh! Nunca ha sido muy de mi agrado.
—Estoy de acuerdo con usted. A mí tampoco me gusta ese laurel —seguidamente, Tuppence añadió—: Por aquí han desfilado muchos Parkinson, por lo que he podido apreciar.
—Sí. Ninguna otra familia ha tenido tantos representantes como ellos en este lugar.
—Son muy pocas personas hoy, al parecer, que están en condiciones de hablar de ellos con algún conocimiento de causa.
—Bueno, querida, es que ha pasado ya mucho tiempo. Y después del... del problema que usted conoce, dado el sentir general, no es de extrañar que optaran por vender la casa.
—No se hablaba bien de ella, ¿verdad? —preguntó Tuppence, deseosa de aprovechar aquella oportunidad—. ¿Cree usted que la casa no reunía las condiciones sanitarias indispensables o algo así?
—No, no es la casa... Bueno, se presentó aquello y... Una desgracia, en cierto modo. Fue durante la primera guerra. Nadie podía creerlo. Mi abuela solía hablar de ello, diciendo que había tenido que ver con unos secretos navales... acerca de la construcción de un nuevo submarino. Vivía con los Parkinson una joven de la que se dijo que anduvo mezclada en aquel hecho.
—¿Se llamaba Mary Jordan? —preguntó Tuppence.
—Sí. En efecto. Después se sospechó que ése no era su nombre real. Creo que hubo alguien que desconfiaba de ella desde hacía tiempo. Un chico... Alexander. Un chiquillo magnífico, muy inteligente.
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