CAPÍTULO SEIS
PROBLEMAS
Cuando se piensa en una mudanza, lo normal es que, por anticipado, se prevea una operación agradable, hasta cierto punto. Esto, después, no se acomoda a la realidad, generalmente.
Hay que iniciar una serie de relaciones enojosas con electricistas, albañiles, carpinteros, pintores, empapeladores, suministradores de frigoríficos, cocinas de gas, tapiceros; hay que entenderse con los instaladores de las cortinas, con los abastecedores de linóleo, si procede, con los vendedores de alfombras... Todos los días hay una tarea que realizar; es preciso atender de cuatro a doce llamadas a la puerta: son visitas largo tiempo esperadas y también imprevisibles.
Pero había momentos de optimismo, en los que Tuppence anunciaba el fin de sus actividades en determinado sector.
—Creo que ahora nuestra cocina está lista. Ocurre, sin embargo, que no he podido dar todavía con el recipiente más adecuado para guardar la harina —declaró Tuppence.
—¿Tiene ese detalle mucha importancia? —preguntó Tommy.
—Pues sí que la tiene. Tú compras harina y te la despachan en bolsas de papel. No me parece una envoltura adecuada para su almacenaje. De vez en cuando, Tuppence formulaba otras sugerencias.
—«Los Laureles». ¡Qué nombre más tonto para una casa, ¿no te parece? No sé por qué fue bautizada esta casa con él. «Los Laureles». No he visto laureles por ninguna parte aquí. Podían haberla llamado «Los Plátanos Silvestres». Los plátanos silvestres son muy bellos —puntualizó la esposa de Tommy.
—Antes de llamarse «Los Laureles» tuvo el nombre de «Long Scofield», según me han dicho —declaró Tommy.
—Ese nombre tampoco me dice nada —indicó Tuppence.
—¿Quiénes vivían aquí entonces?
—Creo que eran los Waddington.
—Se siente una confusa... Primero, los Waddington y luego los Jones, la familia que nos la vendió... Antes, fueron los Blackmore, ¿no? Y en alguna ocasión, supongo, los Parkinson. Muchos Parkinson... Siempre voy a parar a ellos.
—¿Por qué?
—Me imagino que es porque ando siempre haciendo preguntas a diestro y siniestro —contestó Tuppence—. Y es que pienso que si lograra averiguar algo sobre los Parkinson, podríamos también dar un paso adelante en... en nuestro problema.
—El problema de Mary Jordan, ¿no?
—No, exactamente. Tenemos el problema de los Parkinson y el problema de Mary Jordan. Tiene que haber un puñado de problemas más. Mary Jordan no murió de muerte natural... Y el siguiente mensaje era: «Fue uno de nosotros». ¿A quién se refería? ¿A un miembro de la familia Parkinson? ¿A una persona, cualquiera, que vivía por aquellos días en la casa? Supongamos que hubiera habido de dos a tres Parkinson, y algún otro Parkinson mayor, gente con nombres distintos, pero que estuviera enlazada por el parentesco con los dueños de la vivienda: una tía, una sobrina, un sobrino... Con la familia conviviría también, quizás, una doncella y una cocinera, y tal vez una ama de llaves... ¿Y por qué no pensar en una chica au pair? «Uno de nosotros» se refiere a los integrantes de un hogar. Antes había en las casas más gente que ahora. Bien. Mary Jordan pudo ser una doncella, una sirvienta, la cocinera, incluso. ¿Y por qué había de haber alguien deseoso de que muriera? ¿Por qué habían de atentar contra su vida?... ¡Ah! Pasado mañana voy a participar en otro café colectivo, Tommy.
—Últimamente, Tuppence, sientes mucha inclinación por ese tipo de reuniones.
—Es una manera como otra cualquiera de trabar relación con los vecinos y otras personas que también viven por aquí. Después de todo, no es tan grande la población. Y todos están hablando siempre de sus tíos y tías mayores, de la gente que conocen. Probaré suerte, para empezar, con la señora Griffin, evidentemente un gran personaje de la vecindad. Yo diría que está habituada a llevarlo todo con mano de hierro. Manda en el párroco, en el médico, en su enfermera. No se le escapa nadie.
—La enfermera te será útil, seguramente.
—No creo. Murió... Bueno, me refiero a la que trabajaba aquí en la época de los Parkinson. Ésta de ahora lleva poco tiempo en el poblado. Vive completamente desentendida de él. A mí me parece que no ha conocido a un solo Parkinson, ni de oídas.
Tommy replicó, fatigado:
—No sabes lo que daría porque nos olvidáramos por completo de los Parkinson, querida.
—A causa de que así no tendríamos ningún problema, ¿verdad?
—¡Tuppence! Ya estamos otra vez con los problemas dichosos.
—Pensaba en Beatriz —explicó Tuppence.
—¿Qué pasa con Beatriz?
—Beatriz fue la introductora de los problemas... Bueno, fue más bien Elizabeth. Te hablo de la asistenta que tuvimos antes de que se presentara Beatriz. Me buscaba con frecuencia para decirme: «Señora: ¿podría hablar con usted unos minutos? Verá... Es que tengo un problema». Luego, comenzó a venir Beatriz los jueves y debió de coger el mismo hábito. Ella también tiene sus problemas. Es una forma de expresarse. Todo queda agrupado bajo el nombre común de «problema».
—Ya, ya. Admitámoslo así. Tú tienes un problema... Yo tengo un problema... Los dos tenemos problemas.
Tommy suspiró, saliendo de la estancia. Tuppence descendió por la escalera lentamente, moviendo la cabeza.
Hannibal fue a su encuentro, subiendo unos peldaños, gozoso, meneando el rabo. Aguardaba algún favor especial.
—No, Hannibal —dijo Tuppence—. Ya diste un buen paseo.
Hannibal insistió, queriendo hacerle ver que estaba en un error, que no había habido tal paseo.
—Entre todos los perros que he conocido no vi jamás uno tan embustero como tú —declaró Tuppence—. Has dado ya tu paseo de todas las mañanas con papá.
Hannibal realizó un segundo intento, que consistía en adoptar diversas posturas caninas para poner de relieve que cualquier perro podía disfrutar lo suyo con un segundo paseo siempre que sus amos estuviesen dispuestos a entender la cosa así. Desilusionado ante la inutilidad de sus esfuerzos, bajó corriendo la escalera, fingiendo ir a morder a una chica de enmarañados cabellos que andaba ocupada con una aspiradora. Le disgustaba ésta y se opuso a que Tuppence sostuviese una conversación demasiado larga con Beatriz.
—¡Oh! No permita usted que me muerda, señora —dijo la muchacha.
—No la morderá —contestó Tuppence—. Esto que hace no es más que una comedia.
—Pues yo creo que el día menos pensado va a hincarme los dientes en una de mis piernas. A propósito, señora... ¿Podría hablar con usted un momento?
—¡Ah! ¿Es que...?
—Verá usted, señora... Tengo un problema.
—Me lo figuré —manifestó Tuppence—. ¿De qué tipo de problema se trata? ¡Oh! Ahora que me acuerdo... ¿Usted ha conocido aquí alguna familia con el apellido Jordan?
—¿Jordan? En realidad, no sé... Desde luego, estaban los Johnson. También hubo un policía apellidado así. Y un cartero George Johnson. Era amigo mío.
Beatriz dejó oír una risita.
—¿Nunca oyó usted hablar de una tal Mary Jordan?
Beatriz, desconcertada, movió la cabeza, denegando. En seguida, volvió al asalto.
—¿Le hablo del problema, señora?
—¡Oh, sí! Hábleme de su problema.
—Espero no causarle ninguna molestia al hacerle esta consulta, señora, pero es que he quedado en una difícil situación y no me gusta...
—¿Por qué no prueba a decírmelo rápidamente? —inquirió Tuppence—. Tengo que asistir a una reunión.
—Sí, sí. A la de la señora Barber, ¿no?
—Cierto. Bueno, ¿cuál es su problema?
—Quería hablarle de un abrigo, de un abrigo precioso, la verdad. Estaba expuesto en «Simmonds». Entré en el establecimiento y me lo probé. Me caía muy bien. Presentaba un pequeño defecto en la parte inferior, ¿sabe?, junto al dobladillo, pero esto no me preocupaba. De todos modos... Bueno... Eso... ¡Ejem!
—Eso... ¿qué?
—Eso me hizo ver por qué era tan barato. En consecuencia, me lo compré. Todo se desarrolló bien. Pero cuando llegué a casa me di cuenta de que el marbete, en lugar de leerse en él «3,7 libras», estaba marcado con «6 libras». Bueno, señora... No me gustó lo que vi. Pero no sabía qué hacer. Volví a la tienda, llevando conmigo el abrigo en cuestión. Pensé que lo mejor era visitar de nuevo el establecimiento, explicando que no quería quedarme con la prenda en aquellas condiciones. La chica que me había atendido, Gladys, una joven muy amable, por cierto, se mostró muy afectada. Me apresuré a decirle: «No pasa nada. Estoy dispuesta a pagar la diferencia». Y ella, entonces, me contestó: «No. No puedes proceder así, ya que la operación está registrada» ¿Usted me comprende, señora?
—Sí, creo que sí —contestó Tuppence.
—La dependienta insistió: «No puedes proceder como tú deseas. Me ocasionarías una grave complicación».
—¿Y por qué había de ocasionarle usted una grave complicación?
—Eso me preguntaba yo. Todo estaba claramente planteado: el abrigo me lo había vendido por menos de lo que valía, yo había vuelto con él y aquello no tenía por qué acarrearle un disgusto. La chica aseguraba que aun así tendría un gran disgusto.
—No me lo explico —contestó Tuppence—. Opino que usted obró correctamente. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Ya ve usted... El caso es que la muchacha incluso se echó a llorar. Total: que volví a llevarme el abrigo y ahora tengo la sensación de haber estafado a la tienda... Bueno, es que no sé qué camino tomar.
—Me creo con demasiados años ya para acomodarme a las maneras de estos tiempos. En las tiendas pasan ahora cosas muy extrañas. Todo el mundo desconfía de los precios, resulta difícil acertar. Sin embargo, yo, en su lugar, quizá pondría el dinero en manos de... ¿cómo se llama la dependienta?... en manos de Gladys. Luego, ella podría depositar aquél en el cajón o cualquier otra parte.
—No me gusta la solución. Gladys podría quedarse con el dinero. Entonces, sería ella quien lo habría robado. En ese aspecto, Gladys no me inspira ninguna confianza.
—Hija —dijo Tuppence—: la vida es difícil, ¿verdad? Lo siento mucho, Beatriz, pero creo que tienes que tomar alguna decisión sobre el particular, de un tipo u otro. Si no puedes confiar en tu amiga.
—¡Oh! No es exactamente una amiga. Voy por esa tienda de vez en cuando, a comprar cosas sin importancia, normalmente. Me gusta charlar con Gladys, eso es todo. Pero, desde luego, no es una amiga. Me parece que ya tuvo dificultades en el comercio en que trabajó antes. ¿Sabe? Se decía que solía quedarse con el dinero del negocio, cuando vendía algunos artículos...
—Bueno, pues en ese caso —declaró Tuppence, ya desesperada—, yo no haría nada.
Habló con tanta energía que Hannibal levantó la vista, como escrutando curioso su rostro. Profirió después unos ladridos dirigidos a Beatriz, saltando alrededor de la aspiradora, un aparato que figuraba entre sus principales enemigos. «Esta aspiradora me produce recelo», quiso decir Hannibal. «Me gustaría pegarle un mordisco.»
—¡Quieto Hannibal! ¡No ladres más! Y no pienses en hincar tus colmillos en nada ni en nadie —señaló Tuppence—. ¡Oh! ¡Se me va a hacer muy tarde!
Tuppence abandonó a toda prisa la casa.
—Problemas... —murmuró Tuppence mientras descendía por la ladera, a lo largo de Orchard Road.
Mirando a su alrededor, se preguntó si habría habido en alguna época un huerto anexo a alguna de las casas que veía. Le pareció sumamente improbable.
La señora Barber le dispensó una afectuosa acogida. En seguida le ofreció unos pastelillos que a juzgar por su aspecto debían de ser deliciosos. Tuppence hizo un cálido elogio de ellos. ¿Dónde los compra usted? ¿En «Betterby»? «Betterby» era el nombre de la pastelería del lugar. No, no. Los ha hecho mi tía. Es una mujer maravillosa, que lo hace bien todo.
—Esta clase de pastelitos son muy difíciles de elaborar —opinó Tuppence—. Nunca he podido salir airosa de tales menesteres. Bueno, es que hay que valerse de una harina especial. Creo que el secreto del éxito radica en eso.
Las damas bebieron café y charlaron acerca de las dificultades que se presentaban en la elaboración de ciertos platos.
—La señorita Bolland estuvo hablándonos de usted el otro día, señora Beresford.
—¿De veras? ¿La señorita Bolland, ha dicho?
—Vive cerca del templo. Su familia habita en este lugar desde hace mucho tiempo. Nos estaba contando cosas de su niñez. Se refirió a las hermosas fresas que entonces se criaban en su jardín. Había en él ciruelos también. He aquí algo que no se ve ya hoy: las ciruelas. Estoy pensando en las sabrosas ciruelas claudias. No todas tienen el mismo gusto.
La conversación se centró ahora en la fruta. Por supuesto, la fruta que recordaba de su niñez era de sabores distintos, más apetitosos que la que compraban ahora todos los días en las tiendas de por allí. —Uno de mis tíos tenía ciruelos —manifestó Tuppence. ¿Se refiere usted al que fue canónigo en Anchester? Aquí vivió un canónigo también, apellidado Henderson. Vivía con una hermana suya. Pasó algo lamentable... Estaba saboreando un pastel de semillas cierto día cuando una de éstas se le fue por lo vedado. Sí... Algo así le ocurrió. A la pobre mujer le falló la respiración y se ahogó. ¡Vaya! Le costó la vida, como lo oye.
—Es muy triste, ¿verdad? —inquirió la señora Barber—. Uno de mis primos murió asfixiado también. Un trozo de carne de cordero tuvo la culpa. Esas cosas ocurren con facilidad, creo... Algunas personas tengo entendido que han muerto a consecuencia de un fuerte hipo. Claro. Al no poder parar... No conocerían, seguramente, la antigua canción infantil:
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