Hip-po, hip-po,
Hip, hasta la próxima ciudad,
Tres hips y un po
curan el hipo.
Es preciso contener la respiración mientras se recita eso.
CAPÍTULO SIETE
MÁS PROBLEMAS
—¿Podría hablar con usted unos instantes, señora?
—¡Ay, Beatriz! —exclamó Tuppence—. ¿Nuevos problemas?
Bajaba por la escalera, procedente de la biblioteca y revisaba su vestido, el mejor que tenía, en el que habían caído algunas motitas de polvo. Tuppence pensaba rematar su atuendo con un sombrero de plumas. Tenía que asistir a un té, invitada por una nueva amiga, una mujer que había conocido en la Venta del Elefante Blanco. No era el momento más oportuno, decidió, para entretenerse oyendo las dificultades con que se enfrentaba Beatriz.
—No, no se trata exactamente de ningún problema. Se trata de algo que, a mi juicio, puede interesarle saber.
Tuppence pensó entonces que el problema se le plantearía debidamente disfrazado. Procedió con cierta cautela:
—Llevo prisa, ¿sabes? Tengo que asistir a un té.
—Quería hablarle de una persona sobre la cual preguntó usted. Se llamaba Mary Jordan, ¿no? Ellos pensaron, quizá, en Mary Johnson. Hubo aquí una tal Belinda Johnson que trabajó en correos. Pero, bueno, de esto hace ya mucho tiempo.
—Sí. Y no sé quién me dijo que hubo en el lugar un policía apellidado Johnson también.
—Esta amiga mía... Se llamaba Gwenda... ¿Sabe usted qué tienda es? La oficina de correos queda a un lado; en el otro hay un establecimiento en el que venden tarjetas postales, objetos de porcelana... Antes de Navidad...
—Sé dónde es, Beatriz. La dueña de esa tienda es la señora Garrison, me parece.
—No, ahora ya no lo llevan los Garrison. Es otro apellido... El caso es que esta amiga mía, Gwenda, pensó que podía interesarle saber que ella ha oído hablar de una Mary Jordan que vivió aquí hace mucho tiempo. Mucho tiempo, ¿eh? Vivió aquí, en esta casa, quiero decir.
—¿En «Los Laureles»?
—Entonces la casa no se llamaba así. Oyó contar cosas de ella, me dijo. Por eso se imaginó que a usted podía interesarle. Circuló una historia más bien triste... Tuvo un accidente, le pasó algo. El caso es que murió.
—¿Quieres decir que habitaba en esta casa cuando murió? ¿Formaba parte de la familia que ocupaba la vivienda?
—No. Aquí vivían los Parker... Un apellido por el estilo... Había muchos
Parker en aquella época. Parker o Parkinson, algo así... Creo que pasaba una temporada con ellos. La señora Griffin debe de estar enterada. ¿Usted conoce a la señora Griffin?
—¡Oh! Muy superficialmente —contestó Tuppence—. A su casa me dirijo esta tarde, precisamente para tomar el té. Estuve hablando con ella el otro día, durante la venta. La vi por vez primera entonces.
—Es una mujer muy mayor ya. Tiene más años de los que aparenta, pero disfruta de una buena memoria. Creo que era madrina de uno de los chicos de los Parkinson.
—¿Cuál era el nombre de pila del muchacho?
—Alec, seguramente. Un nombre así. Alec o Alex.
—¿Qué fue de él? ¿Se hizo mayor y se fue de aquí? ¿Adoptó la profesión militar? ¿Ingresó en la marina?
—No, no. Nada de eso. Murió. Creo que está enterrado en este lugar. Es una de esas cosas de la localidad de las que la gente no está bien enterada. Tuvo una de esas enfermedades que llevan un apellido... ¿Será la enfermedad de Hodgkin? Algo por el estilo, sí... Es una alteración que causa un cambio de color en la sangre. Ahora, a los pacientes, creo que se la sacan toda, cambiándosela por otra buena. Pero generalmente, según dicen, ¿eh?, el enfermo muere. La señora Billings... Ya sabe usted de quién hablo: de la dueña de la pastelería... Tuvo una hija que murió de eso. La pobre no contaba más de siete años. Dicen que la enfermedad se presenta a menudo en las criaturas de poca edad.
—¿No será que me estás hablando de la leucemia? —sugirió Tuppence.
—¡Ah! Usted lo sabe, ¿eh? Sí, estoy segura: así se llama la enfermedad. Todos afirman que algún día podrá curarse, que podrá evitarse con inyecciones, con un buen tratamiento... Igual que ahora los médicos curan, por ejemplo, el tifus, que antes ocasionaba tantas muertes...
—Es muy interesante lo que me cuentas, Beatriz —dijo Tuppence, interrumpiendo a la muchacha—. ¡Pobre chico!
—Tenía muy pocos años. Iba a no sé qué colegio. Tendría unos trece o catorce años, señora, cuando murió.
—Una historia muy triste, Beatriz —consideró Tuppence ahora. Hizo una pausa antes de añadir—: Bueno, chica. Se me ha hecho tarde. Tengo que darme prisa.
—Yo creo que la señora Griffin podrá darle detalles sobre lo que acabo de contarle. No es que las recuerde por haberlos conocido directamente... Es que ella llegó aquí cuando todavía era una niña y oiría referir muchas cosas. Se pasa la vida hablando de las familias que han desfilado por este lugar hace muchos años. Conoce también algunas historias verdaderamente escandalosas, señora, de la época eduardina, o victoriana, no sé... Yo creo que fue en la victoriana, porque todavía vivía la anciana reina, así que victoriana realmente... Hay quien se ha referido al círculo de Marlborough House. Una especie de alta sociedad, ¿no?
—Sí, sí. Alta sociedad —confirmó Tuppence.
—Cuyos miembros adoptan una especial conducta —señaló Beatriz.
—Muy especial, en efecto.
—Ya. Jovencitas que hacían lo que no debían —dijo Beatriz, resistiéndose a separarse de su señora ahora que parecían llegar a algo interesante.
—No. Yo creo que las chicas se comportaban bien, que llevaban una vida pura, austera, casándose jóvenes, aunque siempre con la guía de la nobleza a la vista.
—¡Oh! ¡Qué bonito! —exclamó Beatriz—. Disfrutarían de buena ropa, supongo; asistirían a las carreras de caballos, a los bailes de gala...
—Sí, a muchos bailes.
—Yo conocí en cierta ocasión a una muchacha cuya abuela había servido en uno de esos hogares elegantes, visitado por el Príncipe de Gales, el que fue después Eduardo VII... Me contaba que siempre se mostraba muy atento, muy fino y amable, incluso con los sirvientes. Cuando la mujer se fue de la casa se llevó consigo la pastilla de jabón que el Príncipe de Gales utilizara para lavarse las manos. Nos la enseñó una vez...
—Te resultaría muy emocionante, ¿eh? —dijo Tuppence—. ¡Ah! ¡Qué tiempos! Quizá visitara en alguna ocasión «Los Laureles»...
—No. Habría oído contar algo acerca de eso. Aquí no había más que Parkinson, a secas. Nada de condesas, marquesas y demás títulos. Creo que los Parkinson se dedicaban al comercio. Eran muy ricos, sí, pero ¿qué emoción puede proporcionar el negocio, comprar y vender?
—Según, según —contestó Tuppence. Rápidamente, agregó—: Me parece que debiera...
—Sí, señora, será mejor que se marche ya.
—Desde luego. Bueno, gracias, Beatriz. Me conviene ponerme un sombrero. Llevo los cabellos muy desordenados.
—Es que seguramente acercó usted la cabeza a aquel rincón de telarañas. Voy a limpiar allí, por si acaso.
Tuppence bajó corriendo la escalera.
—Alexander pisó todos estos peldaños —dijo—. Me imagino que muchas veces. Y sabía que «fue uno de ellos». ¡Qué raro! Mi extrañeza es mayor que nunca.
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