CAPÍTULO CUATRO
UNA EXCURSIÓN CON «TRUELOVE» — OXFORD Y CAMBRIDGE
—Seis cosas imposibles antes del desayuno —murmuró Tuppence mientras apuraba una taza de café y consideraba el huevo frito que quedaba en un plato, flanqueado por dos riñones de apetitoso aspecto—. El desayuno tiene más importancia que la operación de pensar en cosas imposibles. Tommy es quien se ha lanzado tras éstas. Una investigación, verdaderamente. ¿Sacará él algo en limpio de todo eso?
Concentró su atención exclusivamente en el huevo frito y los riñones.
—Esto de disfrutar de otra clase de desayuno es estupendo —dijo Tuppence.
Durante largo tiempo se había habituado a aquella hora de la mañana a la taza de café y el vaso de jugo de naranja o de uva. Aunque este desayuno era satisfactorio desde el punto de vista del problema del peso, los placeres que proporcionaba resultaban discutibles. En virtud del contraste, la visión de los platos calientes sobre el aparador estimulaba los jugos digestivos.
—Supongo —dijo Tuppence— que éste sería el desayuno de los Parkinson, ocupantes en otro tiempo de esta casa. Unos huevos fritos o pasados por agua, con tocino y quizá —fijó la vista en el techo, intentando recordar lo que había leído en algunas novelas—, quizá, sí, perdiz en frío... ¡Oh! ¡Una delicia! Me figuro que a los chicos les tocarían las patas. No obstante... Sería estupendo repelarlas...
Tuppence se quedó inmóvil de pronto, con el último bocado de riñón entre los dientes.
Acababa de oír unos extraños ruidos en la puerta.
—Eso parece un concierto con instrumentos desafinados —comentó. Hizo una pausa de nuevo, con una tostada en la mano, levantando la vista al entrar Albert en la habitación.
—¿Qué pasa ahí fuera, Albert? —le preguntó—. No irá usted a decirme que nuestros obreros están dándonos una serenata. Me parece haber oído las notas de una armónica o algo por el estilo.
—Es el hombre que vino a ver el piano —notificó Albert.
—¿Qué le ocurre al piano?
—Ha venido para afinarlo. Usted me dio instrucciones sobre el particular.
—¡Santo Dios! ¿Ya ha arreglado eso, Albert? Es usted maravilloso.
Albert parecía sentirse complacido, si bien dábase cuenta de que era «maravilloso» en relación con la rapidez con que cumplimentaba las órdenes formuladas por Tuppence y por Tommy, que frecuentemente eran de carácter singular extraordinario.
—Dice que el piano andaba muy necesitado de eso —informó Albert.
—Ya me lo imaginaba.
Después de beberse media taza de café más, Tuppence abandonó la habitación, encaminándose al cuarto de estar. Un joven estaba ante el piano, al parecer muy atareado.
—Buenos días, señora —dijo aquél.
—Buenos días —contestó Tuppence—. Me alegro mucho de que haya podido venir.
—Esto necesitaba un afinado a fondo...
—Sí, lo sé. Ya ve usted: acabamos de mudarnos y las mudanzas no son nada buenas para los pianos. Además, hacía mucho tiempo que no se ocupaba ningún experto de éste.
—Se nota, señora —repuso el joven.
Oprimió varias teclas sucesivamente en tono mayor. Luego, produjo dos melancólicos sonidos en A menor.
—Un hermoso instrumento, señora —dijo el afinador.
—Sí. Es un Erard.
—En los tiempos que corren, no les habrá sido fácil conservar en casa una cosa como ésta —consideró el joven.
—Nos ha producido bastantes molestias —explicó Tuppence—. Por ejemplo: en la época de los bombardeos de Londres nuestra casa fue alcanzada por un proyectil. Afortunadamente, nosotros nos encontrábamos fuera y los daños producidos eran exteriores...
—Ya. Esto, en general, se halla en buenas condiciones. No hay mucho que hacer aquí.
La conversación siguió discurriendo por unos cauces muy gratos. El joven inició sobre el teclado un preludio de Chopin. Luego, ejecutó «El Danubio Azul». Por último, notificó a Tuppence que había llegado al término de su trabajo.
—No deje usted pasar tanto tiempo como esta vez —aconsejó el afinador a Tuppence—. Y si observa alguna anomalía no vacile en llamarme.
Se separaron después de haber charlado unos minutos sobre la música en general y las composiciones para piano en particular. En la última fase de aquella agradable conversación, el joven había dicho, echando un vistazo a su alrededor:
—En esta casa les quedan a ustedes muchas cosas por hacer todavía.
—Sí. Ha estado cerrada durante mucho tiempo —declaró Tuppence.
—Es verdad. Esta vivienda ha pasado por muchas manos.
—Tiene su historia —comentó Tuppence—. Son muchas las personas que la ocuparon antes que nosotros y ha sido escenario de extraños hechos.
—Se está usted refiriendo, sin duda, a muchos años atrás. Se remonta, seguramente, a la última guerra, o a la primera, quizá.
—Fueron hechos relacionados con secretos navales o militares —sugirió Tuppence, esperando obtener algún dato interesante de su interlocutor.
—Es posible. Se ha hablado mucho acerca de eso... A mí me han contado algo. Ahora, yo no he sabido nada de un modo directo.
—Es usted demasiado joven para eso —contestó Tuppence, con una sonrisa.
Cuando el afinador se hubo ido, Tuppence se sentó al piano.
—Voy a tocar «La lluvia sobre el tejado» —dijo Tuppence.
Con la ejecución de su preludio, el afinador había estimulado la memoria de la esposa de Tommy, haciéndole recordar algunos pasajes de Chopin. Luego, Tuppence fue tocando una canción, evocándola nota a nota, casi a tientas sobre el teclado. Después, comenzó a murmurar la letra.
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