Christie, Agatha La puerta del destino



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christie agatha la puerta del destino

CAPÍTULO DOS

TUPPENCE REALIZA UNAS INVESTIGACIONES


—Espero no importunarla así, de pronto —dijo Tuppence—. Pensé que lo mejor era telefonearle primero, por si había salido o andaba ocupada. Con franqueza, si usted tiene algo especial que hacer de momento, yo me voy. No crea que por eso voy a sentirme molesta.
—¡Oh! La verdad es que me encanta verla de nuevo, señora Beresford afirmó la señora Griffin.
La mujer se recostó en su asiento, instalándose más cómodamente. Y luego, fijó los ojos en el rostro de la esposa de Tommy, cuya expresión era más bien de ansiedad.
—Para mí es un placer ver por aquí gente nueva. Una llega a cansarse de los vecinos habituales, por injusto que esto pueda parecer, así que un nuevo rostro, dos nuevos rostros, constituyen una auténtica satisfacción. De veras. Espero que me honren cualquiera de estas noches sentándose a mi mesa usted y su marido. No sé a qué hora regresa su esposo. Va a Londres casi todos los días, ¿no?
—Sí —contestó Tuppence—. Es usted muy amable. Espero a mi vez que cuando tengamos la casa lista, o medio lista, nos visite. Estoy desolada. No sé cuándo terminaremos, sin embargo. Esto es el cuento de nunca acabar.
—Con las casas pasa siempre lo mismo —declaró la señora Griffin.
La señora Griffin, como Tuppence sabía, gracias a sus fuentes de información habituales, es decir, las mujeres que efectuaban labores de limpieza en la casa, el viejo Isaac, Gwenda, la joven de la oficina de correos, y otras personas semejantes, contaba noventa y cuatro años de edad. La postura erguida que adoptaba corrientemente le permitía sentirse un tanto aliviada de los dolores reumáticos de la espalda, dándole al tiempo el aire de una persona de menos años. A pesar de su arrugado rostro, sus blancos cabellos, retenidos por una cinta de encaje en torno a la cabeza, le hacían evocar a Tuppence el aspecto de varias de sus tías, años atrás. La Señora Griffin usaba unas gafas de cristales bifocales, así como un diminuto aparatito para mejorar su audición, del cual prescindía frecuentemente. Era una mujer a la que se veía siempre alerta, atenta y perfectamente capaz de llegar a los cien años y más.
—¿Qué ha estado haciendo usted últimamente? —inquirió la señora Griffin—. Tengo entendido que ha conseguido liberarse ya de los electricistas. Es lo que Dorothy me contó. Me refiero a la señora Rogers. En otro tiempo trabajó en mi casa como doncella y en la actualidad viene dos veces por semana, para hacer labores de limpieza.
—Gracias a Dios, señora Griffin, pude salirme con la mía —confirmó la señora Beresford ahora—. Me pasaba la vida metiendo los pies en los agujeros que ellos abrían en el pavimento. Después he estado entreteniéndome con diversos quehaceres, entre ellos el examen de unos libros que adquirimos con la casa. Son casi todos relatos destinados a la juventud, obras infantiles entre las cuales hallé varias por las que sentí predilección en mi juventud.
—¡Oh, sí! —exclamó la señora Griffin—. Encuentro lógico que lo haya pasado bien releyendo esos libros. Tal vez haya caído en sus manos El prisionero de Zenda, por ejemplo. Es un libro que me cautivó en su día. Un relato romántico. El primer libro romántico que solía ponerse en manos de las chicas. Ya sabe usted que antes no se veía con buenos ojos que las muchachas se aficionaran a la lectura. Mi madre y mi abuela no aprobaron jamás que me dedicara a leer novelas por las mañanas. Ya sabe lo que ocurría entonces. Se nos permitía que leyéramos relatos históricos y otros temas serios. Las novelas se consideraban un simple esparcimiento y la tarde proporcionaba la hora ideal para su lectura.
—Tiene usted razón —dijo Tuppence—. Bueno, el caso es que encontré una buena cantidad de libros conocidos, considerando gustosa la perspectiva de una relectura. Di de nuevo con la señora Molesworth, por ejemplo.
—¿La autora de La habitación de los tapices? —inquirió la señora Griffin, rápidamente.
—Exactamente. La habitación de los tapices ha figurado siempre entre mis libros predilectos.
—Si he de serle sincera, a mí me ha gustado siempre más La granja de los cuatro vientos.
—También estaba ese libro entre otros. Los había, según pude ver, de diversos autores, en el último de los estantes examinados tropecé con algo inesperado. Vi un orificio en la pared, del que saqué una cantidad de papeles, libros rotos en su mayoría. Entre ellos figuraba éste.
Tuppence mostró a su interlocutora el pequeño paquete envuelto en papel marrón que llevaba en la mano.
—Es un libro de nacimientos —explicó—. Como muchos otros que se usaban antes. Encontré en él su nombre: Winifred Morrison. Usted me dijo en otra ocasión que así se llamaba de soltera, ¿no?
—Sí, querida, es verdad.
—Me imaginé que le agradaría verlo. Debe de haber en él muchos nombres para usted familiares...
—Es usted muy amable. Por supuesto que me gustará echarle una ojeada. Cuando se tienen los años que tengo yo cualquier evocación del pasado resulta grata, por el camino que venga. Agradezco muchísimo su atención.
Tuppence alargó a la señora Griffin el libro ofrecido.
—Como ya verá, ofrece un aspecto lamentable.
—En mis tiempos, todas las chicas teníamos nuestro libro de nacimientos. Éste debe ser uno de los últimos de entonces. En el colegio anotábamos nuestros nombres en los de las compañeras, en constantes intercambios.
La señora Griffin abrió el libro, pasando la vista por varias de sus páginas.
—Esto me hace, efectivamente, recordar muchas cosas —murmuró—. Aquí está Helen Gilbert. Y también Daisy Sherfield. Sherfield, sí. Me acuerdo perfectamente de ella. Llevaba no sé qué en la boca. Un «puente», creo que le llaman. Y se lo sacaba a todo momento. Decía a menudo que no podía resistirlo. En esta página veo los nombres de Edie Crone, Margaret Dickson... Sí. Las dos tenían una letra preciosa. Las chicas de ahora apenas saben escribir. Me cuesta trabajo leer las cartas de mis sobrinas. Producen escritos que son auténticos jeroglíficos. Hay que adivinar las palabras. Mollie Short... Esta muchacha tartamudeaba... ¡Ya lo creo que hace recordar cosas esto!
—Yo pienso que deben ser pocas aquellas de sus amigas que hoy... —Tuppence guardó silencio al llegar aquí, dándose cuenta de que iba a decir algo que la revelaría como carente de tacto.
—Ya sé lo que está pensando, amiga mía: que la mayor parte de ellas deben haber muerto. Bien. No anda equivocada... Todavía viven algunas, sin embargo. Aquí no, desde luego. Muchas de mis amigas se casaron, instalando sus hogares en un sitio u otro, conforme a sus circunstancias personales. Algunas, incluso, se fueron al extranjero... Sé de dos que viven en Northumberland. Sí. Este libro me parece muy interesante.
—¿No quedaba por aquí entonces ningún Parkinson? —preguntó Tuppence—. No he visto ese apellido estampado en ninguna página.
—No. El libro data de una fecha posterior a la época de los Parkinson. ¿Tiene usted interés en saber algo acerca de ellos, señora Beresford?
—Pues sí... Simple curiosidad, ¿sabe? No hay nada más... —dijo Tuppence—. Es que después de examinar los libros que encontré en casa me sentí interesada por un chico llamado Alexander Parkinson. Posteriormente, en una visita que hice al cementerio el otro día, vi su tumba. Esto y el hecho de que muriera tan joven me hicieron pensar en él una vez más.
—Fue una pena su desaparición —declaró la señora Griffin—. Era un muchacho muy inteligente y todos le habían augurado un brillante futuro. No padecía ninguna enfermedad... Fue todo obra de una cosa que comió indebidamente en el curso de una merienda en el campo, me parece. Es lo que la señora Henderson me explicó al menos. Ella recuerda muchas cosas de los Parkinson.
—¿La señora Henderson? —preguntó Tuppence, mirando a su interlocutora con viveza.
—Usted no la conoce, por lo que veo. Vive en una residencia para ancianos llamada «Meadowside», que queda a dieciocho o veinte kilómetros de aquí. Debería ir a verla. Le podrá contar muchas cosas sobre la casa en que usted habita ahora. «Swallow's Nest» se denominaba entonces... Ahora se llama de otro modo, ¿verdad?
—Sí: «Los Laureles».
—La señora Henderson es mayor que yo. Era la hija más joven de una familia muy numerosa. Fue ama de llaves, en otro tiempo. Más tarde, creo que fue señora de compañía de la señora Beddingfield, dueña de «Swallow Nest», es decir, «Los Laureles». Añadiré que es muy aficionada a hablar del pasado. No deje de ir a verla.
—¿No le disgustará que...?
—Usted vaya a verla. Con seguridad que se sentirá complacida. Dígale que le sugerí yo la idea de visitarla. Se acuerda de mí y de mi hermana Rosemary. Antes, le hacía una visita de vez en cuando, pero en los últimos años tuve que renunciar a eso. Ya no podía valerme bien por mí misma. ¡Ah! Procure ver también a la señora Henley, que vive en... ¿Cómo se llama ahora? Bueno, sí, «Apple Tree Lodge», creo que se llama. Casi todas las personas que habitan ahí son pensionistas. «Apple Tree Lodge» es de otra categoría, más modesta, pero se trata de una residencia perfectamente administrada... Por otro lado, allí encontrará todo género de habladurías. Seguro que caerá usted bien. Ya sabe, amiga mía: ¿a quién no le agrada romper la monotonía de la vida cotidiana?



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